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Posts Tagged ‘ronquidos’

                                  I
Era un plantígrado enorme y pesado, con un pelaje de color chocolate negro. Llamaba la atención por su falta de gracia y, sobre todo, por lo ruidoso que era.
Él no podía evitar ninguna de las dos cosas. No podía proponerse ser elegante ni silencioso porque esas cualidades eran ajenas a su naturaleza.
Al andar trituraba con sus grandes pies todo lo que encontraba a su paso. Cuando se adentraba en la espesura, apartaba las ramas a manotazos tan recios que a veces las tronchaba. No conocía otro método para abrirse camino.
Él estaba acostumbrado a la barahúnda que organizaba, le parecía normal, la propia de un oso. Pero los dulces animales del bosque no compartían esta opinión y comparaban al oso con la marabunta.
En un árbol cercano a la entrada de su cueva había un avispero en perpetuo estado de agitación durante el día. Por la noche reinaba la quietud absoluta.
A las avispas les molestaban grandemente los ronquidos del oso. Y no sólo su desagradable respiración, que se escuchaba a mucha distancia y perturbaba el descanso de los animales, sino también sus costumbres y sus modales.
Ya habían hablado con él en varias ocasiones. Con buenas palabras habían tratado de hacerlo entrar en razón. Argumentos no les faltaban. Y el oso, aunque parecía un poco lerdo, daba la impresión de comprender.
Le insistieron en que tenía que reformarse, cambiar sus hábitos, civilizarse. Todo lo cual se podía resumir en una sola petición: no hacer ruido.
Se lo repitieron por activa y por pasiva, pero el oso, pese a sus cabezazos de asentimiento, seguía comportándose igual. Como decían entre ellas, era un incorregible de mucho cuidado.
Estos gentiles insectos rayados de amarillo decidieron utilizar otra táctica. De una u otra forma, conseguirían su objetivo.
Gracias a la providente Madre Naturaleza, las avispas están dotadas de un aguijón de cuyos efectos persuasivos nadie duda.
Cada vez que el oso salía y entraba, e incluso dentro de su mismo cubil las más atrevidas, se lanzaban sobre él y le clavaban el rejoncito en algún punto de su cuerpo. A pesar de que el veneno inoculado producía una inflamación dolorosa, ellas no lo hacían para hacerle daño. Además, su piel era tan gruesa y peluda que estaban convencidas de que el oso no siempre se enteraba del ataque. Ellas se exponían, se cansaban y sufrían más en esa guerra de desgaste.
Cuando el oso protestaba, las avispas le recordaban que sus ronquidos les impedían dormir, que todo se arreglaría tan pronto como dejase de hacer tanto ruido.

Nota.-En esta entrada puedes leer el relato completo

II
El oso, cuya paciencia tenía un límite, harto de explicaciones y acribillado de aguijonazos, reaccionó airadamente un día.
La gota que rebosó el vaso no fue otra picadura a traición, sino el sermón que encima tuvo que soportar.
Una avispa de cintura estrechísima y ojos azules le dijo sin parpadear que las dosis de veneno inyectadas eran por su bien, para que recuperase la conciencia social. En esos términos se expresó ese insecto redicho y presumido. “Hasta aquí hemos llegado” respondió el oso, al que también le reprochaban su vozarrón.
Ni iba a dejar de roncar, porque eso era algo que no dependía de su voluntad, ni iba a dejar de andar como lo hacía, porque era un oso y no una comadreja, ni tampoco iba a dulcificar su voz con jarabe de arce o haciendo gargarismos con una mezcla de agua caliente, zumo de limón y miel como le habían aconsejado. Los elefantes barritan, los pájaros pían y los osos tienen una voz retumbante. Sólo los peces y los muertos guardan perpetuo silencio.
En un arranque de cólera, el oso cogió un palo y se dirigió al nido de avispas derribándolo a trancazos limpios.
Descargó furibundos golpes y pisoteó los trozos que cayeron a su alrededor, de forma que sus moradoras más tardas en reaccionar, las menos avispadas, se podría decir, acabaron despachurradas en sus casillas de barro.
Este atentado con víctimas provocó un escándalo en el bosque. El oso fue criticado, censurado y denostado. Las avispas, por muy chinchorreras que fuesen, no se merecían ese castigo desproporcionado.
Las martas, llevándose las manos a la mancha amarilla del cuello, los armiños, alisándose su pelaje estival de color canela, las gráciles comadrejas que no podían estarse quietas, los turones, las garduñas, las somnolientas marmotas, todos los dulces animales del bosque reunidos en cónclave coincidieron en que el oso no era digno de vivir en comunidad.
Aunque era cierto que las avispas no caían simpáticas, y los dulces animales las rehuían, sobre todo los que habían probado el sabor de su veneno, para ellas sólo hubo palabras de aliento y de apoyo en su justa reivindicación de venganza.
A ese mostrenco achocolatado había que desterrarlo. Se oyeron gritos de: “¡Fuera! ¡Fuera!”. La solidaridad con las diezmadas avispas se tradujo en una condena unánime.
Todas las soluciones que habían propuesto al oso, habían caído en saco roto. Todas habían sido desatendidas. Los aguijonazos recibidos, que serían dolorosos pero que no eran mortales, estaban justificados.
Era un animal violento, incapaz de controlar sus estados de ánimo. Un peligro público como lo demostraban su conducta antisocial, su ofuscación asesina y su perseverancia en el error. La masacre perpetrada no podía quedar impune.

III
Tras el veredicto y la sentencia, se planteó el problema de quién le ponía el cascabel al oso. Automáticamente la tropa dio un paso atrás.
Por fortuna, las martas y los armiños habían previsto esta contingencia. Ellos conocían a una manada de lobos que estarían encantados no sólo de llevar el mandato de expulsión, sino de hacerlo cumplir.
Río de por medio, puesto que, por muchos pactos de convivencia que hubiese entre ellos, era más prudente mantener las distancias, desde su orilla, una delegación de mustélidos comunicó el fallo de la asamblea a los cánidos.
Los lobos entornaron sus ojos oblicuos y, mostrando sus afilados colmillos en una sonrisa que heló la sangre de los pequeños mamíferos, se despidieron asegurando a sus aliados que quedarían satisfechos.
“Ésos piensan darse una comilona” dijo un armiño. Ninguno de los presentes replicó nada.
Al día siguiente, río de por medio, volvieron a verse. Los dulces animales del bosque querían saber si sus socios habían cumplido el encargo, aunque no estuvieran interesados en saber cómo.
Los lobos no estaban de buen humor. Rebullían, se acercaban a la orilla del agua como si quisieran beber o saltar. No paraban de gruñir. ¿Qué les ocurría?
El jefe de la manada habló por fin. Empezó preguntando por qué los habían engañado. Los dulces animales, cada vez más nerviosos, no comprendían nada.
El lobo explicó que en la osera no había nadie. Esa cueva maloliente estaba vacía. “¿Qué quieres decir con que no hay nadie?” preguntó asombrada la comadreja. “Quiero decir exactamente eso” fue la cortante respuesta.
Los dulces animales se miraron unos a otros. La luz se hizo en su entendimiento. El oso se había ido. Él mismo había tomado la decisión de abandonar el bosque. Había llegado a la conclusión, a pesar de su cazurrería, de que era preferible vivir en un lugar menos fino pero más respetuoso.

 

 

 

 

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Tégula romanaI
Su destino estaba sellado. Sólo podía encontrar una razón a su insólito bienestar: lo tranquila que había transcurrido la noche. Normalmente la pasaba escuchando lamentos y gemidos.
Por enfermedad, por hambre o por rutina, los prisioneros no paraban de quejarse. En la oscuridad los reconocía por sus sonidos. En el rincón de la derecha había uno cuyos golpes de tos perruna parecían emerger de una insondable profundidad cavernosa.
Las toses solían ser breves e iban acompañadas de expectoraciones. Algunos habían adquirido la costumbre de expulsar la flema en sonoros escupitajos. Expertos en esta técnica, competían entre sí y se comparaban a lanzadores de jabalina.
La música de fondo eran los ronquidos. Quinto Elio, uno de los conjurados, tronaba.
En estas condiciones él no podía dormir, si acaso trasponerse.
Al principio de la noche, Lucio Coruncario había recordado unos versos del vate ciego: “No te arredres. La ergástula es oscura, / la firme trama es de incesante hierro”.
Estos versos le habían servido de consuelo, pero la memoria se había negado a servirle la continuación. En cuanto dejara de esforzarse, aflorarían las certeras palabras.
En la cárcel se producían extraños fenómenos. Los días se desvertebraban, se confundían unos con otros, se entremezclaban promiscuamente.
Las horas acababan diluyéndose entre esos gruesos muros como los terrones de miel en la leche caliente que su madre le daba por la mañana.
Sin duda, Lucio se había adormilado. Flotando en las tinieblas de su encierro, había visto a su madre con su largo collar de cuentas de oro y cornalina, mirándolo afectuosa, envolviéndolo en su sonrisa.

Nota.-En esta entrada puedes leer el relato completo.

II
Sus primeros años de vida habían transcurrido en Itálica, donde nació y de donde no tenía que haber salido.
Allí conoció a Fabricio Estacio, el padre de Cecilio y de Aurelia. Él y el resto de los comensales llegaron a la casa sobre las cuatro de la tarde. Se descalzaron y dos esclavos, antes de conducirlos al comedor, les lavaron y les secaron los pies.
Los invitados se acomodaron en los triclinios cubiertos con una blanca tela de lino.
Lucio, desde la puerta, estuvo contemplando el banquete hasta que su madre, con un gesto de la mano, le ordenó que se fuese.
Entonces corrió a ver a su abuelo, que estaba fumando su pipa de barro. El humo del espliego ascendía de la cazoleta impregnando con su aroma la atmósfera del cuarto.
Le contó lo que había visto y oído. Y le preguntó por qué no le permitían echarse en uno de los divanes y participar en el convite. Su abuelo, un hombre sumamente callado, siguió expeliendo bocanadas azules.
Si no fuera por el lugar donde se hallaba, podría afirmar que la noche estaba siendo perfecta.
En cierto momento creyó percibir la respiración anhelosa de Furio, otro conjurado, que parecía una burlesca parodia de la pasión amorosa. O el resuello de un corredor agotado. Pero cuando aplicó el oído, el jadeo se desvaneció.
Una vez, Furio estuvo a punto de morir asfixiado. Convertido en descontrolada flauta, su pecho emitía silbidos cada vez más rápidos y agudos.
Este silencio era propicio a la reflexión y a los balances. “El camino es fatal como la flecha” era el verso final del poema. Y tuvo que darle la razón al vate ciego. La verdad de su vida se resumía en esa escueta frase. O tal vez la verdad de la vida a secas.
III
A su llegada, el bullicio de Roma lo aturdió, así como también la residencia de los Estacio, cuyo austero exterior no dejaba adivinar sus mármoles y sus estucos, sus pinturas y sus mosaicos, sus candeleros y lampadarios de bronce distribuidos por todas las habitaciones.
Lucio llevaba la mitad de la tésera de plata que el patricio había dado a su padre en señal de amistad.
Viejo y enfermo, de hecho moriría poco después, Fabricio lo llamó “hijo” y le presentó a sus nuevos hermanos, Cecilio y Aurelia.
¿Faltaba mucho para que amaneciese? No se escuchaba el rechinar de las ruedas de los carros recorriendo las mal pavimentadas calles, ni el entrechocar de los cascos de los caballos, ni los juramentos de los conductores y de los jinetes.
Lucio dirigió la mirada hacia la ventana entrelarga, a ras del techo, que daba a la vía Tiburtina, por donde entraban el rumor de la ciudad y la claridad del día.
Cuando el juez dictó sentencia y los reos fueron conducidos a la cárcel, Lucio tuvo la oportunidad de ver desde fuera esa abertura enrejada, que era la única ventilación del subterráneo donde permanecerían encerrados hasta su ejecución.
IV
Podían haberlos exilado o condenado a un castigo público para que se divirtiese la plebe. Ni siquiera respetaron su derecho a una ejecución privada.
Su suerte, si de tal cosa cabía hablar, era que no los echarían a las fieras ni los descuartizarían. Morirían por decapitación que, según afirman, es un final rápido e indoloro.
Su arresto se produjo en la taberna adonde había ido por razones diferentes a las alegadas en el juicio. No estaba allí para encontrarse con ningún conjurado ni tampoco para comer.
Mientras esperaba, había pedido vino mezclado con resina y un plato de mariscos, esto último no para él sino para quien debía llegar de un momento a otro.
Aguardaba con impaciencia a un esclavo que le traía un mensaje de Aurelia Estacio.
Él no había intervenido en ninguna conspiración. Ciertamente le habían propuesto participar en los cambios que se avecinaban, pero él había declinado la oferta. No era ambicioso ni tenía intereses políticos.
Sus delitos eran ser amigo de Cecilio Estacio, uno de los jefes, y, aunque se mantuvo escrupulosamente al margen, saber lo que se estaba fraguando.
Esos dos cargos le habían valido un veredicto de traición. Al ajusticiamiento había que añadir la afrenta póstuma de que su cabeza se expusiese a la entrada de la ciudad.
V
Miró en dirección a la ventana entrelarga que se transmutó en otra alta y más bien estrecha. Por ahí se asomaba Lucio al interior de la habitación, donde, sentado en un sillón de mimbre, estaba su abuelo envuelto en el sahumerio azul de las plantas aromáticas que quemaba en su pipa de barro.
Lucio no sentía la frialdad ni la sordidez de la cárcel. Sólo echaba de menos la luz, incluso la de las antorchas.
Pero este silencio y esta tranquilidad eran un regalo que los dioses le hacían. Cuando llegase el momento, despuntaría el alba.
Mientras tanto, por qué no abandonarse y disfrutar de esta plácida noche poblada de recuerdos.
No le molestaba siquiera esa punzada en el costado que le dificultaba la respiración.
¿No había escrito también el poeta: “En algún recodo de tu encierro / puede haber una luz, una hendidura”?
Tenía la impresión de que el camino hacia los dioses estaba expedito, e incluso de que volaba hacia ellos. No lo cercaban gruesos muros de mortero. Nada lo ataba.
La oscuridad se iba diluyendo. Por la ventana entraba la primera luz del día.
Lucio se volvió para comunicar a su vecino esta buena nueva. Para hablarle de esta noche apacible. De su alegría al contemplar ese leve resplandor.
Se volvió pero a su lado no había nadie.

Nota.-Los versos citados pertenecen al soneto “Para una versión del I King” de Jorge Luis Borges.

 

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