
9
A raíz de este incidente, tuve un sueño que, cada cierto tiempo, emergía como un recordatorio.
He cazado la lagartija más hermosa de mi vida, con una larga cola que se agita sin cesar, una cabeza triangular y afilada, unos ojillos vivos y una boca que se abre con fiereza.
Su vientre, blanco y blandito, es suave al tacto. En el dorso tiene una banda central de color pardo y otras dos laterales de color verde, que se van tornando azules conforme se acercan al abdomen.
Me dirijo al puerto, que está muy animado durante la mañana, pero que por la tarde es uno de los lugares más solitarios de Ciparsa.
Entre los almacenes, destaca la lonja de pescado con sus cenefas de color albero.
No tengo prisa por llegar. Y, además, debo estar atento a la lagartija, que se retuerce como un contorsionista.
Desde la esquina de uno de los tinglados, contemplo el Atlántico.
Atravieso la parte asfaltada del muelle y me encamino a la que está adoquinada.
En los noráis no hay amarrada ninguna embarcación.
Sólo se escucha el discreto chapoteo del oleaje contra el dique.
Las aguas azuladas, sobre las que cabrillea el sol pespunteándolas de fulgurantes destellos, permiten distinguir el fondo arenoso.
Peces solitarios o en pequeños grupos se desplazan plácidamente de acá para allá.
No lo pienso más y hago aquello para lo que he venido: arrojar la lagartija al océano.
Mientras da vueltas por los aires, diviso una criatura negra que se acerca a una velocidad alarmante.
Atribulado, miro cómo se hunde la lagartija en el agua al tiempo que avanza la gigantesca anguila con las fauces entreabiertas en lo que me parece una macabra sonrisa.
El escudo de armas (IV)
abril 8, 2011 por Antonio Pavón Leal
Deja un comentario