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Estudié, ingresé en la administración pública y me instalé en Sevilla sin que el sueño dejara de aflorar regularmente, produciéndome siempre idéntica consternación.
Para poner fin a esta situación, una idea me rondaba la cabeza desde hacía tiempo, pero me sentía incapaz de ponerla en práctica.
Estaba convencido de que carecía de facultades artísticas. Así pues, por temor a meterme en camisa de once varas, pospuse este proyecto sine die, no por desidia sino por inseguridad.
Y acabé resignándome a que la solución me viniese de fuera. Incluso creí encontrarla en un compañero de trabajo.
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Alejandro Monzón había estudiado Bellas Artes, era pintor y había realizado varias exposiciones.
Era una persona insustancial que soltaba risotadas sin ton ni son, siempre empeñada en mostrarse alegre como si de una obligación se tratara.
Pensé que no le importaría ayudarme. Por mi parte, estaba dispuesto a pagar su trabajo.
Se negó a aceptar mi dinero, pero creo que si hubiese insistido un poco más, habría cambiado de opinión.
Reconozco que su manoteo y sus carcajadas extemporáneas me daban mala espina. Y, sobre todo, su atención dispersa que, pese a sus cabezadas de asentimiento, me hacía dudar de que me estuviese escuchando realmente.
Cuando me enseñó el boceto, mis sospechas se confirmaron.
Traté de disimular mi decepción. Lo que estaba contemplando, a pesar de las indicaciones que le había dado, sólo tenía un lejano parecido con lo que le había encargado.
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Me matriculé en una academia de dibujo, adonde iba tres tardes por semana.
El profesor, Carlos Pineda, tenía fama de cuentista. Era un pintor que no había logrado introducirse en los circuitos comerciales y, por razones de subsistencia, se veía abocado a dar clases.
Pero la enseñanza no le atraía y bien que se le notaba.
A las explicaciones técnicas, las inevitables repeticiones y las tediosas correcciones, prefería las disquisiciones sobre el Arte.
Aunque suplía la profesionalidad con una buena dosis de cara dura, es justo reconocer que, cuando se ponía a divagar, decía cosas interesantes.
Uno de sus ritornelos favoritos versaba sobre nuestra mediatizada visión del mundo y de nosotros mismos. Para recuperar las formas y los colores originales o verdaderos se hacía necesario un proceso que él llamaba de “purificación de la mirada”.
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El segundo año, cuando ya había alcanzado cierta pericia, expuse a Carlos el proyecto que quería realizar.
Le pareció una idea original y quiso saber la razón, en el caso de que hubiera alguna, por la que había escogido ese motivo.
Dije lo primero que se me vino a la cabeza:
−Conjurar un sueño recurrente.
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Titulé la obra “El escudo de armas”, que, lógicamente, consistía en un emblema de una gran sencillez, sin adornos exteriores como coronas, collares o banderas.
Tampoco inscribí ninguna divisa aunque pasé un tiempo buscando y, de hecho, disponía de varias.
Mi intención era que primara la estilización y que la composición fuera sobria y equilibrada.
Tuve que hacer y tirar muchos bocetos antes de lograr mi propósito.
Sobre un fondo negro, mirando a la izquierda, pinté de perfil dos lagartijas de cabeza triangular y afilada, ojos vivos y una larga cola curvada, una debajo de otra, enmarcadas en un borde ajedrezado de escaques azules y argentados.
Cuando Carlos me pidió una descripción del cuadro, respondí:
−Dos lagartijas de plata en campo de sable.
Por razones más que lógicas, he descubierto tu vida en estos cuentos, el que escribe se describe y uno deja en sus historias detalles más verdaderos que los que contienen las autobiografías…
Hay aspectos de esta historia que me resultan atrayentes, como la evolución del personaje que va desde jugar con lagartijas a crear su escudo, de lo lúdico a lo artístico. Por otro lado, esa sutil forma de criticar a quienes no dan clases con gusto, pero que disfrutan del arte… interesting…
Hay una cosa que me hubiera gustado comprender mejor: qué logró el personaje al hacerse un escudo de armas así, hacia dónde cree que lo llevó la vida?
Siempre es un gusto leer tu prosa bien escrita, Antonio.
Saludos desde el sur de Chile en una tarde soleada de otoño!
En efecto, Pilar, “el que escribe se describe”. Creo que uno de los libros más “autobiográficos” es el Quijote. Cervantes se retrató a sí mismo en profundidad, así como a su época y a una gran parte del género humano, que sigue viéndose reflejado de múltiples maneras en su obra.
Pero incluso quien escribe un tratado de ajedrez se está “describiendo” también.
Dicho esto, añado que el relato no cuenta ninguna anécdota real, aunque me gustaran los bichejos e incluso los cazara, sobre todo cuando salía al campo.
En el relato hay, digamos, una “respuesta artística” a una vivencia que, de alguna forma, marcó al personaje. Podría haber reaccionado de varias maneras, pero él optó por transformar su experiencia en “arte” (o en belleza).
Ese escudo de armas lo libró de ese sueño recurrente, es decir, de un sueño obsesivo, de una compulsión. Fue un modo de desprenderse de ataduras, de ser más libre para disfrutar de la vida, de estar más genuinamente disponible para los demás (un auténtico espíritu de servicio), en fin, no quiero seguir, pero quizá se podrían añadir algunas cosas más.
Pero esto es lo que yo pienso. Estoy seguro de que tú, como lectora, has descubierto otras cosas, de que tu mirada ha captado otras conexiones. Resumiendo, de que has hecho tu propia interpretación, como queda de manifiesto en algunas líneas de tu comentario.
Esto es para mí lo impagable de la literatura: a pesar de ser, quieras que no, “biográfica”, es un terreno común en el que nos encontramos, y que nos permite un intercambio que sobrepasa lo estrictamente subjetivo.
No sabes cuánto envidio esa tarde soleada y otoñal del sur de Chile. Aquí ya estamos alcanzando casi los treinta grados, y yo estoy pensando en comprarme un sombrero para protegerme los sesos de los rayos del sol. Saludos cordiales.