
Arrellanado en el sillón donde solía pasar mis tardes, soñaba con la Edad de Oro.
Nombres fulgurantes estallaban en mi cabeza. Y me ponía a reconstruir continentes perdidos en su época de máximo esplendor. Y hermosas ciudades con avenidas de cuyas aceras partían escalinatas que conducían a edificios sostenidos por columnas.
Los habitantes, de estatura superior a la media humana, vestían túnicas blancas, del mismo color que sus cabellos.
Llegado a este punto, advertí que el psicólogo seguía con interés mi descripción. Esto me animó a improvisar sobre la marcha.
También observé el pliegue de sus labios apretados.
El centro de la capital lo constituía una vasta plaza cuadrada en uno de cuyos lados se levantaba el Templo, en otro el Palacio y en el tercero la Biblioteca. Por el cuarto costado de esa explanada, descendía un jardín hasta la orilla de un lago.
Mirando en esta dirección, se podía contemplar, como telón de fondo, los picos nevados de una cadena de montañas.
Pero lo singular de esa urbe era la finura de su aire y la suavidad de su luz.
El psicólogo comentó que mis ensoñaciones tenían indudable valor. Cruzando los brazos sobre la mesa, habló de los profundos deseos personales que, a través de ese cauce, afloraban al exterior.
Concluyó que mis elucubraciones eran muy significativas.
Repliqué que una buena parte de lo que le había contado no era invención mía, sino datos y detalles procedentes de libros que había leído.
La seriedad del psicólogo se acentuó.
Estuve tentado de aclarar que lo expuesto era pura imaginería, de la que yo era consciente.
Pero opté por callarme y escuchar sus explicaciones académicas.
In illo tempore (XXV)
septiembre 20, 2011 por Antonio Pavón Leal
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