
El profesor de música tenía un viejo tocadiscos. Nos dijo que le daba pena tener que oír música en ese trasto.
Una noche, en vísperas de Navidad, en lugar de dar la clase de solfeo, nos propuso escuchar una composición de Schubert.
Con entusiasmo real o fingido, aceptamos el cambio. El solfeo puede convertirse en un ejercicio fastidioso.
El tocadiscos estaba en una mesita situada al lado del único enchufe que había en la habitación.
Por supuesto, aclaró, nos iría comentando la obra, aunque también le interesaba la impresión que la música suscitase en nosotros. El goce estético, puntualizó. Todos asentimos.
Hablaba con calma, interrumpiéndose de vez en cuando para dar una calada al cigarrillo. Era un experimento que realizaba con alumnos principiantes.
Lo que íbamos a escuchar era un quinteto. El quinteto en do mayor de Franz Schubert.
A continuación nos hizo un sucinto relato de las penalidades sufridas por este músico austriaco que murió de tifus bastante joven.
Nos comunicó, con su tono de voz despacioso e inalterable, que este compositor y esta pieza en concreto se contaban entre sus favoritos.
Después nos proporcionó algunas nociones técnicas para facilitarnos la comprensión de la obra.
Finalmente se levantó de la silla, sacó el disco de su funda, lo limpió por ambas caras con una bayeta y lo colocó en el aparato, al lado del cual se sentó para detener la audición cuando lo considerase oportuno.
Mientras llevaba a cabo estas operaciones, me vinieron a la cabeza los rumores que corrían por el pueblo acerca del profesor de música. Nunca los había tenido en cuenta. Estaba hecho a la vida en el pueblo y no me sorprendían.
No era porque viviese solo y no se relacionase con nadie por lo que me resultaba peculiar, sino por ese esmero con que manipulaba el disco de Schubert.
In illo tempore (XXVI)
septiembre 22, 2011 por Antonio Pavón Leal
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