En Munich, tras un largo paseo, Gustav Von Aschenbach decide tomar el tranvía en la parada que hay frente al Cementerio del Norte. Aquí se inicia, más que su regreso a casa, su periplo a Venecia y sus escarceos con esa señora descarnada y pelona.
No es, empero, con una mujer con quien se encuentra en ese lugar, sino con un forastero a quien Aschenbach observa impertinentemente. El otro, desafiante, le devuelve la mirada, obligando a Aschenbach a desviar la suya.
Éstas fueron las consecuencias de ese, en apariencia, anodino incidente:
“Notó, sumamente sorprendido, una curiosa expansión interna, algo así como un desasosiego impulsor, una apetencia de lejanías juvenil e intensa, una sensación tan viva, nueva o, al menos, tan desatendida y olvidada hacía tanto tiempo que, con las manos a la espalda y la mirada fija en el suelo, permaneció un rato inmóvil para analizar la sensación en su esencia y objetivos.
Eran ganas de viajar, nada más; pero sentidas con una vehemencia que las potenciaba hasta el ámbito de lo pasional y alucinatorio”.
Ya en Venecia, en su cuarta semana de estancia en el Lido, Aschenbach se percata de que la clientela del hotel, en lugar de aumentar, disminuye. Un hecho ciertamente curioso. Pero no se plantea la razón de esa discreta desbandada.
Es el peluquero quien se la desvela inadvertidamente, quien lo enfrenta a la realidad.
“Luego, conversando un día con el peluquero –al que ahora visitaba a menudo-, pescó al vuelo una palabra que lo desconcertó. El hombre le estaba hablando de una familia alemana que acababa de partir tras una breve estancia, e impulsado por su garrulería, añadió en tono zalamero:
−Pero usted se queda, señor; el mal no le da miedo.
Aschenbach lo miró y repitió:
− ¿El mal?
El parlanchín enmudeció, se hizo el ocupado e ignoró la pregunta. Pero viendo que se la planteaba con más insistencia, declaró no estar al tanto de nada e intentó, con abochornada elocuencia, desviar la conversación”.
¿El mal? ¿A qué mal ha aludido el locuaz peluquero? Esa palabra, en boca de Aschenbach, adquiere una resonancia metafísica.
Por supuesto, el peluquero se refería a la epidemia de cólera que hace estragos en la ciudad.
Pero, ante los ojos del lector, se dibuja la silueta de esa señora entrevista en el Cementerio del Norte, en Munich, antes de la partida.
Es imposible separar la novela de Thomas Mann de la película de Visconti. Así pues, vemos a Aschenbach, con los rasgos de Dirk Bogarde, recorriendo los callejones de Venecia detrás de los hermanos polacos, alcanzado por el mal, con el rostro surcado por los chafarrinones del maquillaje, que traen a la memoria el episodio del viejo petimetre. La visión de ese falso joven con las mejillas embadurnadas de carmín y el bigotito teñido que tan penosa resultó a Aschenbach.
Cuando el peluquero le revela la verdad, no la relacionada con la epidemia, sino la otra, la más profunda, el genio cae en la cuenta de que el objetivo de su viaje al sur era ése.
“−Pero usted se queda, señor; el mal no le da miedo.
Aschenbach lo miró y repitió:
− ¿El mal?”.
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