
“Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus”.
El profesor de música escanció solemnemente en nuestros oídos las sílabas latinas. Luego nos mostró la contraportada del disco en uno de cuyos ángulos había un retrato del hombrecillo –eso parecía a primera vista– que respondía a esa ristra de nombres.
Grande fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que ese caballerete vestido con casaca de amplios faldones, con la mano derecha apoyada en la cintura y con la izquierda escondida en el chaleco, era un niño adornado con los atributos de la edad adulta: un espadín al cinto, el pico del chambergo asomando por el hueco de su brazo doblado, la peluca con un lazo en la cola y quién sabe si una cajita de rapé en uno de los bolsillos de su traje de gala.
De pie ante el clavecín, mirando al espectador, el jovencísimo ejecutante era consciente de la admiración que suscitaba a su alrededor.
“Éste que veis aquí” prosiguió “fue un caso de precocidad musical. Muy pronto se reveló como un virtuoso del clavecín que tocaba sin necesidad de partituras. Sus primeras composiciones datan de 1761, es decir, de cuando tenía cinco años”.
Íbamos a escuchar la sinfonía número 40 en sol menor.
A grandes trazos nos contó la historia de Mozart, deteniéndose en su infancia para subrayar la singularidad de este genio que empezó su carrera cuando apenas levantaba unos palmos del suelo.
Mientras él hablaba, yo trataba de imaginarme a ese niño que dio su primer concierto a los seis años o quizá antes, y que recorrió las principales ciudades europeas de su tiempo pasmando a la gente que asistía a sus exhibiciones.
Múnich, Augsburgo, Ulm, París, Londres, Ámsterdam, Utrecht, Amberes, Bruselas…rindieron honores a este portento.
Con circunspección y naturalidad, resolvía los problemas técnicos que le planteaban encopetados entendidos. Sin envanecerse ni alardear, superaba las pruebas a que era sometido por esos doctores.
Su padre lo había aleccionado al respecto. El comportamiento del niño no debía adolecer ni de falsa modestia ni de vano orgullo. Debía mantenerse en todo momento en un punto intermedio que, infundiendo respeto, no le granjease antipatías. Nada de prodigar sonrisas después de las actuaciones. Una leve reverencia bastaba.
Dejé de escuchar al profesor. Estaba absorto en la contemplación de un parque con frondosos árboles, bancos de piedra y estatuas sobre pedestales. Por una ancha avenida cubierta de hojas, paseaban hombres y mujeres ataviados elegantemente.
Un grupo familiar compuesto por cuatro miembros avanzaba con afectada distinción. En cabeza iba un señor con un niño. Un poco más atrás, una dama llevaba a una niña de la mano.
Marchaban despacio, como exige la etiqueta. En silencio. Estirados. Mirando al frente. Dejando tras sí una estela de comentarios.
In illo tempore (XL)
enero 19, 2012 por Antonio Pavón Leal
¿De qué libro es este retazo? Si no pertenece a ninguno, podría ser una buena introducción para alguno, me han dado ganas de seguir leyendo. No se si sabes quién es el señor Pep Guardiola. Si no, yo te lo digo: es el actual y laureado entrenador del F.C Barcelona. Qué por qué te cuento esto? Verás, cada vez que aparece en declaraciones previas o posteriores a los partidos hay algo en él que me resulta molesto. A primera vista, él es un hombre muy educado, cortés, bien hablado, no alza la voz ni cuando le insultan, pero, de alguna forma, su comportamiento me asquea. Hasta hoy, no he sabido definir qué aspecto era el que me creaba tal repulsión, pero después de leer esto por fin lo he averiguado: este señor adolece de falsa modestia. Un abrazo.
Es un fragmento, retazo o episodio, exactamente el número cuarenta, de «In illo tempore», que es un libro en proceso de, más que redacción, revisión. Lo estoy recreando, porque ya lo tenía escrito. Aprovechando la oportunidad que me ofrece el blog de publicarlo, lo he retomado y lo voy puliendo poco a poco.
Si te dan ganas de seguir leyendo, no te prives. Esta semana sacaré al menos dos fragmentos más.
No conozco a Pepe Guardiola, pero imagino que responde en parte a la descripción que hago de Mozart como niño prodigio. La literatura tiene eso: sirve para desvelar o descubrir otros ámbitos de la realidad que, en principio, no tienen una relación directa con el tema literario abordado. Una palabra, una frase o un pasaje arrojan luz sobre un comportamiento o una situación. Suministran una clave y uno se hace más consciente, más lúcido. Otro abrazo.