
Cuando mi padre nos franqueó la entrada, la visión del zaguán ratificó nuestros presentimientos. Durante unos segundos, la tía Marta, su marido, la vecina y yo permanecimos indecisos.
El piso de ladrillos estaba comido de polvo y del techo de madera colgaban calandrajos de telaraña.
Antes de inspeccionar los dormitorios, pasamos al comedor y descorrimos las cortinas.
En el aparador, la blancura de la vajilla, que estaba incompleta, se había apagado. Esta veladura confería a las piezas restantes un aire de objetos antiguos y valiosos.
La tía Marta señaló que faltaba también el reloj de bronce dorado cuya esfera sostenían tres ninfas de obsidiana. Explicó que se trataba de un regalo del tío Pedro a su segunda mujer.
El cardenillo había coloreado de un verde ponzoñoso el brasero de cobre que decoraba una de las paredes. Los cuadros con escenas cinegéticas estaban todos.
La puerta que daba al patio, por donde había entrado mi padre rompiendo un cristal, estaba abierta. Pero la tía Marta, en un arrebato, abrió también de par en par la ventana, y a continuación, con gran alboroto de tablillas que crujían y se descascarillaban, enrolló hasta arriba la persiana.
Estábamos tan cerca que, antes de pasar a las habitaciones, nos asomamos a la cocina. Al marido de la tía Marta, que era aficionado a la literatura, le pareció el laboratorio de un alquimista obsesionado con la búsqueda de la piedra filosofal.
El batiburrillo de cazos, ollas, sartenes y otros utensilios pringosos arrancó exclamaciones de horror a las mujeres, que fueron las primeras en dar media vuelta.
Pasamos al primer dormitorio, en el que una percha en tenguerengue captó nuestra atención. Le faltaba un clavo y soportaba tal carga de ropa que su caída parecía un hecho inminente.
Como nos habíamos detenido a contemplarla, mi padre carraspeó. La percha, que llevaba así Dios sabe el tiempo, no iba a derrumbarse ahora para no defraudar el interés suscitado.
In illo tempore (LXI)
mayo 15, 2012 por Antonio Pavón Leal
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