
Era una calle sin aceras, que acababa en una cuesta. De tarde en tarde la recorría una mujer con la cesta de la compra o un vecino apresurado.
Estos esporádicos transeúntes aparecían por un extremo y desaparecían por el otro o en el interior de una vivienda silenciosamente. Como si anduviesen por una mullida alfombra.
La calzada estaba dividida en dos franjas desiguales por la sombra que proyectaba la hilera de casas orientadas hacia el oeste. Una línea quebrada trazaba en el suelo el contorno de los tejados.
En la calle de paredes blanqueadas con esmero destacaba la casona de fachada sucia y llena de desconchados. En su base, se amontonaban la tierra y los caliches que el viento esparcía.
Entre las tejas, que desaguaban en un canalón enmohecido, crecía la hierba.
Quien pasaba por delante de esta casa solariega se quedaba mirando. Algunas mujeres suspiraban.
Tres ventanas de rejas salientes, una a cada lado de la puerta y otra más pequeña encima, todas de barrotes cuadrangulares sin adornos, se abrían en el muro de considerable espesor.
Las ventanas estaban provistas de celosías cuya madera conservaba restos de pintura. Los listones filtraban la claridad exterior, potenciada por los efectos reflectores del enjalbegado de la pared frontera, en la que incidían los rayos solares.
La habitación, con su mobiliario anticuado y su profundo silencio, era un remanso de paz.
El aspecto de la cama parecía indicar que su ocupante, al despertarse, había recordado un asunto importante y, tras comprobar la hora, se había levantado a toda prisa.
La sábana y la colcha colgaban a un lado. La almohada, con la funda arrugada, permanecía en su lugar.
Junto a una mesita cuya lámpara estaba encendida, había una butaca de amplio respaldo. En el suelo había papeles amarillentos escritos con tinta negra.
En la mesita había también legajos enrollados y un cuaderno con números y anotaciones.
Mejillas hundidas, ojos vidriosos, el tío Pedro reclinaba la cabeza sobre su hombro derecho. Los dedos de una mano rozaban las baldosas, donde descansaban sus pies desnudos y azules. Entre las zapatillas de felpa había una caja de cartón vacía.
In illo tempore (LXIII)
mayo 18, 2012 por Antonio Pavón Leal
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