En el autobús nos sentábamos juntos. Durante el trayecto hablábamos poco. Nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que un gesto o una sonrisa equivalían a una explicación.
Nuestra complicidad databa de cuando nos metíamos en los charcos por el gusto de chapotear y salpicarnos. De cuando corríamos como locos sin saber por qué. De cuando hacíamos novillos y luego nos aburríamos como ostras. De cuando coleccionábamos sellos. De cuando cazábamos salamanquesas y le cortábamos el rabo que seguía retorciéndose una vez separado del cuerpo.
Este amigo se llamaba Alberto.
Había en él algo que no me gustaba. Era religioso. Al principio también coincidíamos en eso. Pero él continuó apegado a sus creencias mientras yo me alejaba cada vez más. Evitábamos este tema. Mejor dicho, lo evitaba él.
A mí me encantaba enzarzarme en una discusión. Alberto era un conversador mediano y un polemista nulo.
Como compañero de juegos era magnífico. Se le podía proponer cualquier trastada con la certeza de que colaboraría.
Pero cuando nos poníamos a hablar, su participación era mínima. Normalmente escuchaba, a mí o a cualquier otro. Esta actitud pasiva, o que yo tenía por tal, me irritaba.
Nuestras relaciones empezaron a deteriorarse más tarde. Su aparente calma me ponía nervioso. Cuando, tras una provocación o una grosería, él me contestaba en un tono normal, me enfurecía.
Por fortuna, mis exabruptos eran tormentas de verano. En cuanto a él, no parecía guardarme ni un poco de rencor.
No había ninguna razón para tirar por la borda una amistad tan antigua.
Sentía el deseo de hacer una hombrada. No me planteé la posibilidad de que pudiera arrepentirme a renglón seguido. Quería hacerla y la hice.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Deja un comentario