
“¿Qué es la filosofía?” nos preguntó don Justino el primer día de clase. Se hizo un pesado silencio. Nos contó que otros años había pedido la respuesta por escrito. En vista de que nadie rompía el hielo, planteó la cuestión de distinta forma: “¿Qué os sugiere la palabra “filosofía”?
Alberto y yo compartíamos el mismo pupitre. Observé que estaba tenso, como si la pregunta le estuviese dirigida exclusivamente a él. No pestañeaba. Incluso contenía la respiración.
De un momento a otro, si no aparecía un voluntario, el profesor pondría en un brete a uno de nosotros señalándolo con el dedo.
Como el menor movimiento atraería su atención, semejábamos estatuas. A pesar de los incómodos asientos y de los inoportunos picores, ni cambiábamos de postura ni nos rascábamos.
“A ver, usted”. Inmensamente aliviados, miramos al compañero sobre el que había recaído la fatídica elección.
Era éste un muchacho de complexión robusta y nariz prominente que, para nuestra desesperación, no despegó los labios.
Fue entonces cuando Alberto levantó la mano. Don Justino le dio la palabra.
“La filosofía” dijo “estudia los grandes problemas del hombre” “No está mal para empezar. ¿Alguien tiene otra definición?”
“¿La filosofía no sirve para tomarse la vida con tranquilidad?” apuntó otro alumno.
El profesor escribía en la pizarra las distintas opiniones. A veces hacía un comentario o recababa la conformidad de la clase. A veces fingía no comprender para conseguir una mayor precisión en la respuesta.
A la postre casi todo el mundo hizo alguna aportación.
Diez minutos antes de que sonara el timbre, nos pidió que copiásemos el cuadro en nuestro cuaderno, pues al día siguiente lo someteríamos a crítica. Como estaba permitido mezclar la gimnasia con la magnesia, habían salido a relucir temas con nula o escasa relación con la filosofía.

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