El autobús ya estaba en marcha y completo. Subí por la segunda puerta y paseé la mirada por las cabezas apoyadas en los altos espaldares cuyas fundas de escay blanco tenían visos de mugre.
Había faltado a la última clase y me había ido a unos grandes almacenes. Allí estuve hojeando libros y leyendo las contraportadas de los discos. En realidad iba con la intención de robar una novela de Pío Baroja de la que la profesora había hablado elogiosamente, recomendándonos su lectura.
Cogí el libro y le despegué la etiqueta interior con el precio, título y autor de la obra, de la que me deshice a continuación. Pero había mucha gente y, en lugar de llevarme el ejemplar, lo coloqué de nuevo en el estante.
Tenía la impresión de que alguien me estaba observando. Di unos pasos y me detuve, pero no me volví porque ese gesto me hubiese delatado.
Rodeé el exhibidor y me situé en el lado opuesto para comprobar si estaba siendo espiado. Cogí otro libro, lo abrí y alcé la vista. Frente a mí había un hombre con chaqueta gris y corbata.
Me fui a la sección de discos. Cuando miré el reloj, me sobresalté. Debía realizar la operación en cinco minutos si no quería perder el autobús.
Estaba decido a sustraer el libro a pesar del intenso cosquilleo en el estómago y de mis manos sudorosas.
Conforme me acercaba al estante, el corazón me latía más de prisa. Tuve que pararme y respirar profundamente. Nunca me había pasado esto.
El hecho de robar entrañaba una voluptuosidad tanto o más apreciada que el botín.
A Alberto, al que no logré convencer de que se convirtiera en un ladronzuelo, en tono pedantesco, le hablaba del placer de la transgresión que era necesario experimentar para rendirse a su hechizo.
Para despertar su curiosidad, me extendía en la descripción del miedo que humedecía la piel. De la ansiedad que había que contrarrestar mediante el dominio de uno mismo. De la bocanada de aire que, una vez fuera de peligro, expandía los pulmones. Todo lo cual calificaba de sensaciones electrizantes.
Esa tarde, sin embargo, estaba perdiendo el control. Culpaba de ello al señor trajeado que había frustrado mi primer intento.
Cuando estuve delante de la hilera de libros, alargué la mano y cogí el que me interesaba. En ese mismo instante, por el rabillo del ojo, vi una chaqueta gris.
Abrí la novela al azar y me puse a leer, pero las letras me bailaban. Luego, sin cobrar la pieza, me dirigí a la salida.
Cuando me hube alejado unos metros, me volví. El empleado me miraba de hito en hito.
Como no había asientos libres, hice el trayecto de pie, apoyado en el que ocupaba Alberto, a quien me hubiese gustado contarle lo sucedido, pero la inquina y el abatimiento acumulados durante aquel día me lo impidieron.

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In illo tempore (LXX)
agosto 13, 2012 por Antonio Pavón Leal
Publicado en In illo tempore | Etiquetado Alberto, Pío Baroja | 3 comentarios
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Eso me trae «ciertos» recuerdos.
Lo disfruté muchísimo, me encanta leerte.
Gracias.
Tus palabras son para mí halagüeñas y estimulantes.
Estoy comprometido con la creación literaria, pero si desfalleciera, comentarios como éste me ayudarían a continuar en este empeño vital.
Un abrazo y que tengas una feliz semana.