Era tan viejo como su ama y tan solitario como ella. La diferencia estribaba en que lo segundo él lo era por vocación y ella porque el negocio había caído en picado y en la fonda, como decían en el pueblo, no entraban ni las moscas.
Hacía tiempo que ella había dejado de dirigirle la palabra al minino. De hecho, pasaba a su lado y no lo miraba siquiera.
El ama se había vuelto rezongona y nostálgica. Le gustaba recordar la época en que la fonda era un lugar de encuentro social.
Sus antiguos clientes, a los que había tratado a cuerpo de rey, la habían decepcionado. Todos parecían haberla olvidado. Las atenciones dispensadas habían sido, afirmaba ella, como echarles margaritas a los cerdos.
De esta forma se desahogaba llamándolos “cerdos”. Pero tanto ella como el gato estaban al cabo de que algunos habían muerto y a otros sus achaques no les permitían viajar.
La fondista empinaba el codo más de la cuenta, cosa que el gato, aunque aparentara indiferencia, desaprobaba. En definitiva, habían envejecido juntos y le tenía un afecto felino.
Ya se sabe que los gatos son muy suyos y quieren a su manera, que no siempre es bien entendida.
También le apenaba comprobar cómo crecían las malas hierbas en el patio y cómo en las paredes aparecían manchas de humedad. Pero su rostro impasible no traslucía sus sentimientos.
Tampoco él, que había sido el gato más cortejado del pueblo, debía tener muy buen aspecto. Las vecinas iban a la casa sólo para verlo y él era la causa de rivalidades entre los clientes, que aspiraban a convertirse en su preferido y a los que enfervorizaban sus contados favores.
Todos se maravillaban ante ese animal displicente, con el pelaje listado de pardo y negro, que no consentía que nadie lo acariciara, salvo sus elegidos.
Su ama, además, le había regalado un collar con plaquitas de cobre, a las que sacaba brillo regularmente.
El gato romano bostezó. Estaba echado en un butacón donde pasaba la mayor parte del día.
Arrastrando las babuchas por el suelo, apareció la fondista que, inopinadamente, se quedó observándolo.
Estuvieron así, frente a frente, sosteniéndose la mirada, convertidos en imágenes fijadas para la eternidad, un buen rato.
La vieja suspiró y siguió su camino. El gato no movió un pelo del bigote.
Pero cuando ella se alejó en dirección a la cocina o adondequiera que fuese, sintió un batir de alas. El tiempo, como si hubiese sufrido una detención y quisiera recuperar el retraso, reemprendía su rauda carrera.

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Bonita simbiosis entre el gato y su ama, me quedo con ella.
Un abrazo
Bueno, llevan mucho tiempo viviendo juntos…
Gracias por tu comentario. Que pases un buen fin de semana.