II
Con la burbuja inmobiliaria su cuenta bancaria subió como la espuma, tanto que desbordó la bañera que debía contenerla. Ese enriquecimiento exponencial le trajo finalmente problemas con el fisco y con la justicia. Eso se veía venir, decían unos y otros, pero a ella parecía darle igual esa vertiginosa carrera de la que era testigo de excepción, cómplice en la sombra y gran beneficiaria.
No era el marido que había soñado, pero era el que le convenía. Por supuesto, ser la mujer de un malabarista financiero tenía sus inconvenientes. A veces se veía salpicada por los escándalos. Pero ella con tiesura y aplomo, como si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa, capeaba el temporal y aprovechaba para lucir elegantísimos modelos con los que ponía los dientes largos a todas las que la criticaban acerbamente.
Lo que peor sobrellevaba era que la llamasen “la Tiburona”. El mote se lo debía a uno de esos impresentables del periodismo que lo había puesto en circulación exitosamente. Desde luego, ella no era una carpa de río, pero equipararla a un escualo era un insulto que acabaría pagando esa rata del amarillismo.
Se hizo con una colección única de cristales decorativos de Tiffany. Su guardarropa incluía modelos de alta costura de Lacroix, Chanel y Armani. Tenía joyas diseñadas exclusivamente para su cuello o para sus muñecas.
Cuando sucedió la hecatombe, en la fotografía de portada de los diarios que compartió con su marido embutido en su traje de chaqueta cruzado y barba de varios días, ella aparecía seria, metida en su papel pero sin sobreactuaciones innecesarias, con la vista fija en el frente, en el futuro, se diría, en la libertad que le aguardaba teniendo las espaldas bien cubiertas.
No hubo gusano periodístico o de otra profesión que no comentase el semblante de la señora ni, por supuesto, lo impropio de su atuendo. Para la ocasión había escogido unos pantalones de canutillo azul cielo y un jersey de cheviot. Parecía enteramente que iba al centro de la ciudad a tomar un aperitivo, y no que estuviese acompañando a su marido a la cárcel de Alcalá-Meco donde debía ingresar por delitos varios.
Ella era la imagen del hermetismo. Él parecía un toro a punto de embestir. Ella sabía arreglárselas para, incluso en tales circunstancias, estar radiante. Él no estaba para bromas.
La actitud de la mujer pregonaba a las claras la consigna que tantas veces se había repetido a lo largo de su vida: “No retroceder nunca salvo para coger carrerilla, dar un salto y llegar más lejos”.

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¡Me parece que la conozco…! Muy bueno, si señor.
Me alegro de que te haya gustado este retrato más realista que satírico.
Si, ambos son buenos, al primero te contesté con ironía, a este segundo…, se te quitan las ganas de ser irónico…, saludos.
Buen fin de semana.
:))
Muy actual. Retrato de lo que sucede, aunque desgraciadamente no van a la cárcel.
¡Qué agradable sorpresa, Carmen! Espero encontrarte por aquí en más ocasiones. Respecto a tu comentario, ¿qué voy a decir? A veces da la impresión de que la cárcel está destinada a los delincuentes de poca monta. Los pájaros de cuenta vuelan demasiado alto para atraparlos y enjaularlos.
Qué bueno !!!! está genial !!!!!!!!
Gracias, Gonzalo. Me alegro de que te haya gustado (y divertido) este retrato de alguien con pocos escrúpulos, y no me refiero al segundo marido de la susodicha sino a la susodicha. Un abrazo.
Tremenda trepa radiante. ¡Vaya!
Reality Blog.
Ni más ni menos.
Sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor para encontrar temas literarios o pictóricos a los que no seremos capaces de dar justo cumplimiento en dos o tres vidas. Esta tremeda trepa radiante merecía una novela de cuatrocientas páginas. Pero un servidor no da para tanto. En lo que a mí respecta, se tendrá que conformar con este retrato.
Reblogueó esto en Ramrock's Blog.
Gracias por rebloguear las dos partes del cuento. Saludos cordiales.