XIX
“Más fuerte le tenían que haber dado” “Parece mentira, con su edad…” “A ver si aprende” “¿Quién es?” “Es el hijo de…” “Su padre trabaja en…” “Ya caigo”.
El bochorno de la noche veraniega retenía a las mujeres a la puerta de las casas. No tenían otra distracción que la que les ofrecían los chavales en la plaza. Sus juegos eran motivo de conversación, su alboroto era fuente de quejas haciéndolas añorar una tranquilidad de la que ya disfrutaban ampliamente durante el invierno.
La correa, al no haber sido descubierta a tiempo, no cambió de manos. Su poseedor empezó otra vez a girar alrededor de sus compañeros mascullando la cancioncilla. A la vista del éxito obtenido, decidió probar otras variantes marrulleras de forma que quedase patente, por obra y gracia de su astucia, quién era el dueño de la situación.
En lugar de correr se puso a trotar parándose de vez en cuando y haciendo restallar la correa. Para despistar, invertía a su gusto el sentido de las vueltas. Como notaran algo raro, hubo participantes que, escamados, levantaron la cabeza y denunciaron esa triquiñuela amenazando con dejar de jugar si no marchaba siempre en la misma dirección, según indicaban las reglas.
El aludido replicó que ellos estaban haciendo trampas también, pues, ateniéndose a esas mismas reglas, había que permanecer con la vista clavada en el suelo. Tras estos dimes y diretes, el niño de la correa, ensoberbecido, esgrimió ese argumento para controlar a sus compañeros. Al más leve movimiento, ya fuese real o imaginario, se paraba y gritaba que había descubierto a fulano o a mengano haciendo fullerías.
A todo esto, el niño zangolotino, fiel y estricto cumplidor de las normas, respiraba con dificultad de tan encorvado como estaba.
El caballito trotón (aparte del paso adoptado, el mozalbete tenía facciones equinas) sonreía entre malévolo y estúpido. Su mente estaba maquinando otra jugarreta.
El payaso que cae y vuelve a caer a causa de las bofetadas que le llueven, o que tropieza numerosas veces seguidas dando con sus huesos en el suelo, provoca la hilaridad del público. Esta reincidencia en la desgracia es uno de sus recursos. Haga lo que haga, no puede escapar a ese destino plagado de mamporros, patadas, cubos de agua, tartas voladoras, resbalones y costalazos.
El payaso monta su número en esa línea difusa que separa lo trágico de lo cómico. Si es un verdadero artista, la gente ríe.
El niño de la correa sabía que una de las claves de ese divertido resultado era la repetición. Sus ojos saltones brillaban de gusto. La idea le parecía tan graciosa y tan factible que celebraba el éxito de antemano.

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A lo largo de los capítulos veo cómo cambias sútilmente la constelación entre pequeños y (más) grandes poderes y, al parecer, finalmente podría tocar un poco menos o un poco más de esa torta (entre divertida y peligrosa) a todos,….pero no…., la constelación misma depende de otro elemento clave, el oportunismo.
Es decir, oportunismo en el sentido de saber aprovecharse hábilmente de una determinada situación o contexto social que se va desarrollando ‘poco a poco’ y, sobre todo, de tener la capacidad de utilizar los estados emocionales de todos los implicados (directos e indirectos) en un momento preciso.
No sé si interpreto mal, pero para mí, así podría empezar una dictadura…, pues, casi sin darnos cuenta porque todo parece ‘tan divertido’.
Espero haber podido explicarme bien, si no, me lo dices. Un abrazo, Antonio.
Entiendo tu planteamiento. Haces una valoración o interpretación amplia, de dimensión social. Existen unas circunstancias concretas que se van acumulando, que van creando un ambiente, una predisposición general. Luego, en un momento dado, alguien va a capitalizar esa «energía». Ese oportunista, que, por las razones que sean (de beneficio personal, de prestigio social, políticas, económicas…), se va a aprovechar, no retrocederá ante ningún desafuero. No hace falta poner ejemplos históricos.
Yo veo esta cuestión más escalofriantemente (o, como diría Hannah Arendt, más banalmente) sencilla. Se trata de la emergencia del mal.
El mal aflora y se adueña de grupos o de personas. En este caso de un niño («el caballito trotón») que va a ser su ejecutor. El mal encarna en él y él no va a hacer nada por impedirlo, porque este niño sabe que lo que está haciendo y lo que piensa hacer es una canallada. Pero por soberbia, por poder, por estupidez, no le importa infligir una humillación a un semejante.
Esta dinámica funciona tanto a nivel social como individual, pero es sólo el individuo (con nombre y apellidos) quien tiene la capacidad de negarse, de no convertirse en un instrumento del mal, de no dejarse colonizar por él. Un abrazo.