V
La muerte de Sócrates la conmovió tanto que, cuando cerró el libro, bajo el pretexto de una compra cualquiera, fue a la tienda de Hortensia para referir la profunda impresión que ese hecho le había producido.
Había estado presente en la cárcel durante los últimos momentos del filósofo. Había presenciado la entrega de la copa con la cicuta triturada a un Sócrates impávido que la sostuvo con mano firme, y, antes de llevársela a los labios, preguntó si con esa bebida se podía hacer una libación. Como nadie sabía si eso era posible, elevó una súplica a los dioses para que su viaje al otro mundo fuera feliz.
Isabelita, derramando lágrimas igual que los demás, contempló cómo apuraba el veneno sin hacer una mueca.
Luego lo vio pasear hasta que las piernas se le pusieron pesadas y tuvo que echarse.
Desde su lecho póstumo Sócrates les recriminó su inadecuado comportamiento. ¿Por qué lloraban y se mostraban desolados? Desde luego no por él sino por ellos mismos.
Antes de que el frío de la muerte que iba insensibilizando sus miembros, llegase hasta su pecho y detuviese su corazón, en ese vertiginoso intervalo de tiempo, con el rostro ya cubierto por un paño, el filósofo se acordó del gallo que le había prometido a Asclepio, y encomendó a Critón el pago de esa deuda.
En ese sublime momento, al conjuro de esas palabras, Isabelita sufrió una interferencia mental y, en lugar de a Sócrates agonizando, vio al gallo que la había atacado salvajemente. Y no sólo a ese satánico animal de lustroso plumaje sino también a Manolo dando manotadas y voces.
Isabelita, respirando hondo, se sobrepuso y volvió a su ensoñación. El filósofo tenía que haberla comisionado a ella, y no a Critón.
Con cuánta diligencia habría emprendido el camino de Epidauro con el gallo de marras enjaulado y se lo habría ofrecido al dios de la medicina. Con qué deleite habría contemplado su inmolación.
Era lo menos que podía hacer por Sócrates, el mejor de los hombres, y por ella misma, para satisfacer su sed de venganza.
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Tu relato, maestro, ha sido un guiño encantador para todos tus lectores. Aplausos de pie.
Grande abrazo con afecto y admiración, Antonio.
Gracias, Ernesto, por apreciar este elogio socrático entreverado de una venganza personal (sólo soñada). Feliz fin de semana.