En alguna parte de nosotros vive un hombrecito que asiste impávido a nuestros actos sin participar en la astracanada, sin entristecerse o alegrarse con lo que nos ocurre.
La presencia de este espectador interior me ha reconfortado siempre. El hecho de que una parte de mí no se involucre en los acontecimientos me tranquiliza.
A la inexorable luz de mis recuerdos me contemplo pegado como una lapa a un costado de la negra.
Mis torpes caricias la irritaron. Primero trató de desembarazarse de mí suavemente. Luego, en vista de mi obcecación, con violencia.
Pero yo seguía adherido a ella soportando sus empujones y sus golpes. La lucha se prolongó hasta que tiraron de mí. Tras despegarme sin contemplaciones, me arrojaron lejos.
Dando traspiés caí al suelo donde, con la respiración entrecortada, tembloroso, permanecí tendido.
Tarde comprendí mi intolerable comportamiento. Mi brutalidad no tenía justificación. Mi propia estupidez me apabullaba.
No me atrevía a levantar la cabeza y mirar a mi alrededor. Me sentía como si, movido por un impulso destructivo, hubiese roto un juguete.
Me atormentaba el pensamiento de que podía haber obtenido los favores de la encargada si me hubiese mantenido en mi papel de adolescente tímido. Seguramente ella me habría enseñado a reconciliarme conmigo y con el mundo. Me habría hecho apreciar el valor de las cosas menudas. Me habría transmitido su confianza.
Casi simultáneamente otra idea surgió en mi cabeza ofreciéndome una nueva perspectiva y haciéndome olvidar mi frustración.
Me hallaba en medio de la gran sala, entre las dos filas de lavadoras, la mayoría de las cuales estaba funcionando. Los empleados pasaban a mi lado sin dignarse mirar. Pero yo adivinaba en su actitud un desprecio que el lamentable incidente había incrementado.
Me incorporé. Observando las máquinas que tenían la boca en su parte superior, cobró forma en mi mente el proyecto de trabajar en la lavandería.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
» Ese espectador interior es una garantía de nosotros mismos».
¡Quien sabe si ese espectador es para no volvernos sombras!
Está bien que una parte de nosotros se mantenga al margen, que no se implique en nuestros desvaríos, en nuestras guerras. Que nos mire y espere con un ramo de olivos en la mano para ofrecérnoslo cuando llegue la hora de la reconciliación.
Es un hombrecito sabio (o una mujercita sabia) que no puede tomarse en serio nuestro sinvivir. Un abrazo.