Mis compañeras de viaje, viéndome abstraído en mis pensamientos, decidieron reintegrarme a la realidad. Sospechaban, no sin razón, que no estaba prestando atención a las historias que desgranaban en nuestro desplazamiento matinal al trabajo.
Una me dijo: “Ya está bien de tanto escuchar” (lo que era manifiestamente falso). Otra: “Tú ahí calladito, sin perder ripio” (lo que seguía siendo mentira). Y la tercera: “Ahora te toca a ti contar algo”.
Puesto que no me apetecía dar explicaciones respecto a mi actitud, acepté la invitación para salir del paso. A fin de cuentas yo tenía también mis anécdotas. Escogí para la ocasión una que acaeció al principio de mi vida laboral, cuando me destinaron a un importante municipio de la Sierra.
En dicho pueblo se practicaba asiduamente el deporte de mirarse unos a otros. Era un cotilleo de gente seria y respetable que despistaba al recién llegado. Sin embargo, por poco avispado que se fuese, no se necesitaba demasiado tiempo para conocer el percal.
Así que no podía llamarme a engaño. Era consciente de lo que hice, pero no del tremendo calado de esa actividad subterránea.
Juanita era una compañera de trabajo especialmente sensible a ese chismorreo solapado, al que temía y del que se guardaba.
Ella achacaba esa afición no a la falta de distracciones sino a la propia naturaleza de sus convecinos.
“No hace falta decir que Juanita no jugaba con las cosas de comer. Ella no daba un cuarto al pregonero ni por equivocación. Sabía con qué bueyes araba y mantenía estrictamente las apariencias.
“Era una mujer de mediana edad, de buen ver, con gusto para arreglarse, que iba a la peluquería una vez a la semana. Sin duda era atractiva. Llevaba siempre alguna joya de valor, ya fuera unos pendientes de oro o un collar de turquesas, y en los dedos una o dos sortijas.
“Vivía cerca del centro, en una plazoleta que era un lugar de paso, sobre todo los sábados.
“La plazoleta tenía una fuente con un pato de alas abiertas y pico enhiesto, que, desde cierta distancia, parecía un elefantito con la trompa empinada.
“Era, pues, sábado por la mañana. No dejaba de ir y venir la gente. Yo me dirigía también al centro y descubrí a Juanita acodada en el balcón de su casa. Hacía un espléndido día primaveral.
“Me paré y agité la mano. Ella me devolvió el saludo acompañado de una encantadora sonrisa. Me acordé de un problema laboral que había quedado pendiente. Le hablé de ese lío burocrático y le dije que se me había ocurrido una solución. “¿Quieres saber cuál?” le pregunté. Ella respondió: “Bueno”.
“Como podéis imaginar, estábamos conversando a voces, lo cual a ella no le hacía ninguna gracia. Con la intención de reunirse conmigo, añadió: “Espera un momento”.
“Grité: ¿Estás sola?” “Sí” “Entonces no bajes. Yo subo”.
“No se mató de milagro. Tuvo que saltar los escalones de dos en dos. A los cinco segundos, jadeante, la tenía a mi lado”.
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Me complace que este relato haya sido de tu agrado. Saludos cordiales.
Historia que preludia a otra historia. Como en «Las mil noches y una noche», donde se entretejen las historias y otras se insertan en la anterior, como las matrushkas rusas.
Muy disfrutable relato de inquietante continuación.
Abrazobeso enorme, siempre cariñoso y con mi invariable admiración, carus magister meus.
Se trata de un episodio independiente de «Camino del trabajo». La acción transcurre en un coche que el protagonista comparte con tres compañeras. Y durante el trayecto cuentan anécdotas como esta o hay algún rifirrafe dialéctico.
El lunes próximo publicaré otro episodio, si nada lo impide. Un abrazo.