Larrea desvió la mirada. El estómago se le contrajo como si fuera a vomitar. Un pudor invencible se adueñó de él. Al cabo de los años, esa sensación experimentada a menudo durante su adolescencia retoñaba produciendo los mismos estragos.
La edad no estaba en relación forzosa con la sabiduría. No era raro comprobar que los años volvían a la gente mezquina y estúpida.
Saldaña se recreaba en sus palabras. El mundo era una manzana con la que jugueteaba. Una manzana que escamoteaba a tenor de sus argumentos.
Larrea estaba de más en la reunión. En cualquier reunión. Pero en esa más que en ninguna.
Aceptó la invitación para, al día siguiente, no tener que dar explicaciones de por qué no había asistido al coloquio.
Saldaña era una autoridad en la materia. Podía hablar horas y horas sin repetirse ni trabucarse. Y dando una impresión total de convencimiento.
Era parco en sonrisas y en manoteo. En el momento adecuado mostraba la manzana. Las miradas convergían en él. Su inmutabilidad y su seguridad eran abrumadoras.
El malestar de Larrea aumentó. Tanto que tuvo que levantarse y salir de la sala. Se dirigió a los servicios donde se refrescó con agua la cara y el cuello. Luego cogió el portante.
La brisa lo alivió enormemente. A medida que se alejaba, se iba recobrando.
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Levantarse e irse en lo mejor del coloquio, o más bien de la conferencia, fue una irresponsabilidad. Un feo que le hizo a Saldaña, a quien no se le escapaba nada.
“Eso es tirar piedras contra tu propio tejado” dijeron a Larrea sus colegas. Todos coincidieron en calificar de pueril su actitud. Y en afirmar que podía haber aguantado hasta el final, como ellos.
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¿Por qué tenía que sufrir la autocomplacencia de Saldaña? ¿Por qué tenía que prestarse al juego? ¿Por qué tenía que poner en peligro su estabilidad interna? Lo que había hecho estaba bien. Eso era lo que debía hacer siempre.
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Yo también creo que hizo bien
Es preferible optar por uno mismo aunque eso, como todo, implique pagar un precio.