Por ese entonces formaba parte del Comité de Limpieza. Ocupaba uno de los escalafones más bajos. Era el ayudante del conductor de la barredora.
Al principio me fue bien. No conocía el funcionamiento del Comité ni estaba al tanto de las intrigas e intereses internos.
Al tratarse de un empleo poco apreciado por la mayoría de los ciudadanos, había pensado ingenuamente en una ausencia de podredumbre.
Mi compañero, Jacobo Peláez, hablaba lo imprescindible. Este rasgo de su carácter lo consideré un buen augurio. Soy también callado. Las palabras me producen recelo. Por instinto rehúyo a las personas proclives a las efusiones verbales.
Había dos turnos. Una semana nos tocaba por la mañana y a la siguiente por la tarde.
Yo iba recogiendo con una escoba los restos de basura que la barredora no aspiraba. También me encargaba de vaciar las papeleras públicas en el contenedor del vehículo.
El trabajo era llevadero y todavía más después de la sonada campaña, de la que te acordarás seguramente, en la que se instaba al ciudadano a colaborar con los equipos de limpieza.
Dada la buena acogida que tuvo, a no ser por las rebosantes papeleras, nuestra tarea se habría convertido en un simple paseo.
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Los primeros días transcurrieron como había previsto. Mi jornada laboral de seis horas y media(seis si descontamos los treinta minutos del bocadillo) se me hacía cortísima.
Llegué a pensar que había encontrado lo que tan afanosamente había estado buscando: un trabajo al margen de cabildeos, envidias y ruindades.
Peláez y yo estábamos asignados al equipo de limpieza del Distrito VI, uno de cuyos sectores corresponde al Gran Parque del Oeste. El día que nos tocaba dicho sector era de fiesta.
Salvo en otoño, el resto del año acabábamos pronto. El tiempo sobrante lo invertíamos en conversar con los jardineros y en ayudarlos a sembrar, podar, regar…
Ya sabes que el órgano supremo de los comités es la Asamblea donde se decide mediante votación las directrices, las medidas y los planes. Esa es la teoría. En la práctica se crean camarillas que imponen su criterio, y en las que te ves obligado a enrolarte so pena de quedar aislado.
Nunca he logrado entender por qué tiene que haber una representación municipal tanto en la Asamblea como en los diferentes comités. A mi parecer, sólo se da trazas para entorpecer la buena marcha de esas organizaciones y problematizar los asuntos más nimios.
Todo esto sólo sería enervante si no fuera porque sus miembros, a través de las camarillas, son los que a la postre mueven los hilos.
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Grande tu texto, muy Grande, Antonio. En un Castillo desde las zonas más bajas hasta las medianas y las altas tienen sus pro y contras, pero toditas.
El sitio perfecto no existe. Ni siquiera en este relato que transcurre en un tiempo utópico en el que la jornada laboral es de seis horas y media (contando el bocadillo) y todo parece muy bien organizado.
Saludos, espero que se encuentre bien. He estado un poco ocupado pero he disfrutado de sus aportes.
Me alegro de que hayas disfrutado con mis entradas, y de tener noticias tuyas. Estoy bien y espero que tú también lo estés. Un abrazo.