El primer mecánico me saludó y, escanciando las palabras parsimoniosamente, dijo: “En cuanto llegue mi primo que ha ido a buscar las herramientas, nos ponemos a trabajar”.
Asentí con la cabeza. El hombre siguió hablando: “Por lo que me ha contado, la avería puede ser grave. Esas explosiones no son una buena señal. Ya veremos lo que se puede hacer”.
Cuando regresó el segundo mecánico con una pesada caja, el primero exclamó: “¡Manos a la obra!”.
Me dirigí al improvisado campo de fútbol donde había mucho jaleo. Los niños estaban arremolinados en un ángulo del terreno. Esa algarabía no era normal. Cuando me aproximé, comprobé que no estaban jugando.
Uno de los chavales, que tenía el balón debajo del brazo, se mantenía al margen. Supuse que se trataba de una pelea entre los dos equipos.
Como las voces arreciaban, comenté: “Por lo visto no os ponéis de acuerdo”. El niño del balón puso cara de no haber entendido.
“¿Por qué están tan enfadados tus compañeros?” “Es por ese idiota que no nos deja en paz” “Un aguafiestas”.
El niño me miró y puntualizó: “Un idiota”.
Un abucheo me distrajo cuando fui a replicar que todos los pueblos contaban con un ejemplar de esas características.
Al unísono los chavales fueron deshaciendo el corro que formaban alrededor de ese individuo.
“Es ese que no tiene cabeza” señaló el rapaz. Me quedé de una pieza. Se trataba de Jaime García Silva.
La chiquillería echó a correr y desapareció enseguida. García Silva avanzó sin prisa a mi encuentro. Estaba vestido de negro y arrastraba ligeramente los pies.
Con los brazos rígidos y oscilantes, marchaba sin desviarse un milímetro de una imaginaria línea recta que nos uniera a los dos.
A tres metros de distancia se detuvo y, hundiendo las manos en los bolsillos, se puso a escarbar la tierra con el tacón de un zapato.
“¡Hola!” grité “¿Sabes quién soy? Fuimos juntos a la escuela”. A tontas y a locas añadí: “¡Qué buenos tiempos aquellos!”.
Me asaltó el temor de que García Silva pensara que estaba burlándome de él.
“Bueno” dije tras una pausa embarazosa, “me alegro de haberte visto”.
Andando hacia atrás proseguí diciendo: “Es una pena que no podamos hablar, pero tengo que irme. Mi coche está averiado”.
Tropecé con una piedra y estuve a punto de caer. “Hasta la próxima. Adiós”.
Di media vuelta y a paso ligero me encaminé al taller. Los mecánicos se percataron de mi incomodidad. El primero dijo: “No tiene por qué preocuparse. Es un tonto de capirote que siempre aparece donde menos se le espera”. Luego se inclinó sobre el lugar donde antes se hallaba el motor.
Miré a mi alrededor. Mis amigos no estaban. “¿Les han dicho adónde iban?” “No” respondió el primer mecánico, “habrán bajado al centro” “Voy a reunirme con ellos. Regreso dentro de un rato” “Váyase tranquilo”.
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Hay que ver, Antonio: ya he incorporado el «Viaje a Aracena» a mi rutina de lunes, y verdaderamente los voy a echar en falta cuando terminen. Comienza el giro «terrenal» del viaje, con los pasajeros ya descendidos del coche y, me pregunto por donde saldrás ahora que parecen enfrentarse a una Aracena en la que la vida transcurre con plena normalidad, ¿o tal vez no? Me ha gustado particularmente el encuentro con los chavales y, sobre todo, el detalle del niño aclarando que era «idiota» exactamente la palabra que quería utilizar y no «aguafiestas», término que no entendía o que le parecía bien escaso para calificar al molestón. O quizás sintió lo mismo que yo, cuando de jovencita regresé por primera vez a mi pueblo gallego y utilicé el término «gilipollas». Se hizo un silencio cortante entre todos los componentes de la pandilla, antes de que alguien preguntase, ¿esa parvada de palabra es para que se note que vienes de Madrid? ¡Feliz lunes!
Me complace que este viaje a Aracena forme parte de tu rutina de los lunes. Todavía quedan aproximadamente dos meses de publicación, más o menos lo que dure el invierno. Con la primavera cambiamos el disco.
Ya han llegado, están en su destino tras el accidentado desplazamiento. ¿Cuál es la razón de que se encuentren en esa hermosa ciudad del norte de Huelva? Luisa tenía un papelito, que olvidó en Sevilla, con una dirección (iban buscando a alguien). En el coche venía un «alien».
Normal no es una Aracena entre cuyos habitantes se cuenta un ser acéfalo. Eso sí, el conjunto está bañado en un aire de cotidianeidad.
El niño tiene claro que el tipo sin cabeza es un idiota, así es como lo conceptúa categóricamente, al igual que para el mecánico es un tonto de capirote.
En este capítulo se ha producido el encuentro entre el conductor y ese menospreciado personaje del que rehúye, y que es quizá la clave de esta desaforada aventura. Un abrazo.
Cada vez me parece más onírico el relato. Ahora alguien sin cabeza que se pasea tan tranquilo por ahí, apariciones del pasado…
Sin querer establecer desafortunadas comparaciones, en este relato ocurren cosas tan extrañas y aparecen personajes tan peculiares como en «Alicia en el País de las Maravillas», que esa sí que es una novela onírica. Recordarás al gato que tenía el don de borrarse gradualmente hasta quedar reducido a una sonrisa, el famoso gato de Cheshire. Mañana les rindo un homenaje fotográfico a esos felinos tan suyos.
García Silva surge, en efecto, del pasado e irrumpe en el presente. Ahí lo tenemos.
Reblogueó esto en Ramrock's Blogy comentado:
#relatos
Gracias por rebloguear. Saludos cordiales.
Lo sorprendente es que los mecánicos ya hayan notado que el coche no tiene motor, pero no se inmutan y lo han tomado de lo más habitual.
Es un contraste interesantede reacciones entre la ecuanimidad de ellos y el encuentro llamativo (por decirle de alguna manera) con el compañero de la infancia del personaje principal. El supuesto tonto.
Podría decirse que esta narración se ubica en otra dimensión de la realidad.
Abrazobeso cariñoso, fraterno y cálido, magister carus.
Los mecánicos lo han advertido, como también lo sabía el empleado de la gasolinera que, forzosamente, tuvo que darse cuenta de la ausencia del motor.
¿De veras te extraña que un hecho de esa envergadura sea ignorado por los «especialistas»? Los cuales, en efecto, adoptan una actitud normal y van a lo suyo que debería ser precisamente señalar esa carencia, y sin embargo callan o se van por los cerros de Úbeda.
El descabezado amigo de la infancia, García Silva, es la pieza que falta en este puzle que se resolverá o no, ya veremos, pero al que da otro empujón surrealista. Un abrazo.