Un día, siendo niño, advertí en tu casa cierto revuelo. ¿Qué habría pasado?
Fui a preguntar a mi tía abuela. Me pidió que no hiciera ruido. El vecino había fallecido. Por eso había gente en la calle. El entierro era por la tarde.
La escuchaba boquiabierto. Era mi primer contacto con esa realidad cuyo significado nunca me había planteado. Sabía que el prójimo se moría, pero eso ocurría siempre fuera de mi ámbito y no me afectaba.
Esta era la primera vez que afrontaba la desaparición de alguien cercano. Al principio no me hacía a la idea de que el hombre de pantalones de pana y gorra negra con el que a menudo me cruzaba por la calle, al que observaba mientras se alejaba camino de la huerta con el burro de reata y el cigarrillo en la comisura de los labios, hubiese dejado de existir.
Salí de la cocina y subí al soberado. Desde la ventana de la buhardilla te vi atravesar el patio. Llevabas un pañuelito en la mano con el que te restregabas los ojos y la boca. Tus ademanes eran mesurados.
Descubrí en ti, pese a tu juventud, a una persona madura. Tus lágrimas, tu pelo recogido en un moño, tu andar decidido y silencioso eran los datos con los que elaborar una nueva imagen de ti.
Ya no eras una muchacha delgaducha y falta de gracia. Tu habitual palidez realzaba a ese ser desdichado en que te habías convertido de la noche a la mañana.
Como he podido corroborar en otras ocasiones, el mundo se disolvía a tu alrededor, sólo tú tenías consistencia. De ti emanaba una afirmación tan rotunda que pensar en otra cosa que no fuera tu tragedia familiar me habría parecido un sacrilegio.
Bajé del soberado para informarme de la enfermedad de tu abuelo y de la actitud que había que adoptar en esas circunstancias.
El funeral era a las seis. Las dos horas más largas de mi vida fueron las que transcurrieron antes de que agitaran la campanilla anunciando el fin de la jornada escolar. Salí disparado.
Delante de tu puerta varios grupos de hombres conversaban en voz baja. De vez en cuando una mujer aparecía en el umbral, miraba a un lado y a otro, suspiraba y se iba.
A pesar de la gente congregada en la calle y de la que había invadido las habitaciones de tu casa, reinaba un extraño silencio que los murmullos y los tañidos de la campana no lograban contrarrestar. Ni siquiera la presencia de un niño que se deslizó por entre las figuras inmóviles humanizó esa escena irreal.
A medida que se acercaba el momento en que vendrían el cura y los monaguillos, el número de acompañantes aumentaba.
Ese cuadro sobrecogedor no impedía que fueras tú quien ocupases mis pensamientos.
Antes de almorzar había notado el cambio que este golpe había operado en ti. Había resignación en tu mirada. Una suerte de sabiduría impregnaba tus gestos.
Nunca te había visto tan inaccesible. Nos separaban experiencias tan profundas que me sentía empequeñecido.
¿Qué edad tenías? Dieciséis años si no me equivoco. Eras una jovencita tirando a desgarbada, a medio hacer, que se entregaba a vagas ensoñaciones. Aunque tu infancia había sido tristona, hasta entonces no habías tenido que encarar el hecho irreversible de nuestra finitud.
Ciertamente ese desenlace no te cogía de sorpresa, no ya porque a tu alrededor se hubiesen producido otras muertes, ni porque la enfermedad de tu abuelo hiciera temer lo peor, sino porque una parte de ti vivía a la espera de la desgracia.
Maduramos a salto tropezandonos con la muerte. Muy, muy buen texto. Un abrazo.
Gracias, Tatiana, por tu apreciación. Es así como aprendemos, a saltos y a tropezones. Pero somos duros de mollera. A veces ni la irrevocable realidad de la muerte nos hace reaccionar. Un abrazo.
A mí también me ha parecido muy bueno.
Debe de ser una defensa de la naturaleza el que veamos la muerte como algo ajeno a nosotros. Hasta que llega o se aproxima mucho.
Me gusta cómo la ve el narrador, «el mundo se disolvía a tu alrededor, solo tú tenías consistencia».
Seguro que es una defensa. Tarde o temprano tenemos que encarar esa realidad y adoptar una postura, normalmente la del avestruz. Pero ella está ahí, siempre está ahí. Gracias, Paloma. Me alegro de que te haya gustado este pasaje.
Entro en comentario porque este capitulo vale también por sí mismo como entrada, podría estar diseccionado del resto sin reclamar la ayuda del conjunto. Y para un blog, eso está muy bien. Y planteas la reflexión, la eterna reflexión, muy bien acolchada entre los algodones de tu prosa. Coincido con Tatiana en su apreciación. Que tengas una buena semana, Antonio.
Gracias, Eladio. En realidad, todos los textos, formen parte o no de un conjunto, deberían tener esa autonomía a la que aludes. Aunque estén enlazados, deben brillar con luz propia. Tú lo consigues.
Lo mismo te deseo: una semana fructífera y gratificante.