Anochecía. Medianamente repuesta de ese arrechucho, oíste que la puerta se abría. Y las voces de tus parientes. Ojalá te hubiese tragado la tierra. Te iban a encontrar acostada. Ya tenían que estar extrañados de que no hubieses salido a recibirlos.
Seguramente una vecina les había contado lo sucedido.
Pasos cada vez más cercanos. Tu tío se asomó moviendo la cabeza y mascullando Dios sabe qué.
Algo captaste: un retazo de frase cargada de sarcasmo, una palabra hiriente. Tu tío no te ha mirado nunca con buenos ojos. Tú prefieres negar la evidencia, hacer como el avestruz. Él mezcla su menosprecio con bromas o salidas pretendidamente graciosas. No eres santo de su devoción.
Cuando fue a Canarias, les trajo a todos una bagatela, un cuadrito, una botella de licor de plátanos, un radio-casete a tu primo. A ti te compró unas sandalias, que te estaban grandes, en Sevilla, a la vuelta del viaje.
Es cierto que diste la nota. Podías haber hecho como los demás y haberte guardado tus preferencias.
Con recia voz tu tío dejó bien sentado que “iba a Canarias a divertirse y no a perder el tiempo buscando esto o lo otro”.
Haciendo caso omiso de esa advertencia, le pediste unas chinelas. “De las que utilizan los moros” precisaste. “Que allí son muy baratas” añadiste.
Ya hay que tener mala idea.
Me está haciendo recordar a un tío mío bastante desagradable.
Este también lo es. Va a lo suyo. Su empatía brilla por su ausencia. En todas o casi todas las familias hay un espécimen de esas características.