Si no se presentaba ninguna complicación, a tu primo lo tendrías en casa al día siguiente con una pierna escayolada. Incluso su madre había cedido a los ruegos de los otros y había regresado con ellos en lugar de quedarse en el hospital como había sido su primera reacción.
Las aguas volvían a su cauce Para todos había llegado la hora de la distensión menos para ti.
Cuando tu tío apareció en el marco de la puerta, te encontrabas mejor de lo que hubieses deseado. En tu expectante actitud temías que una andanada de reproches se abatiese sobre ti. Te sentías como un animal a merced de un amo sin escrúpulos que lo castigase al menor desliz.
Un amo por el estilo de ese vecino que amarró su perro a la higuera del corral y lo molió a palos. Lo dejó medio muerto, aullando débilmente. Había cometido el delito de coger un pedazo de carne porque estaba hambriento.
Tú escuchabas con el corazón en un puño sus lamentos casi humanos. Estuviste nerviosa toda la mañana. Cada vez que salías al patio, aguzabas el oído. Si llegaban hasta ti sus gañidos, te metías corriendo en la cocina.
En tu fuero interno condenabas esa salvajada. La condenabas sin paliativos.
Después vino tu tío que se apresuró a poner los puntos sobre las íes. Acongojada, le contaste lo sucedido. Su respuesta fue: “Eso es lo que hay que hacer. Así aprenderá a no hacer lo que no debe”.
Un alma sensible y buena y otra cruel.
La actitud del tío estaba bastante generalizada. Y el maltrato animal sigue siendo un hecho.