Junto al kiosco de la plaza de Milpalomas, adosado a la pared cercana, habían instalado un jukebox provisto de auriculares. Deambulaba esa noche y se me ocurrió que podía escuchar música.
Durante una época esas máquinas tocadiscos fueron corrientes en los bares, de donde desaparecieron con el paso de los años. La de la plaza del Milpalomas era un modelo nuevo para exterior.
Este jukebox ofrecía una nostálgica selección de los 60 y de los 70, que incluía a Bob Dylan, Elvis Presley y los Beatles. Entre las canciones se encontraba una de mis preferidas, la tan famosa y tarareada “Deja que entre el sol” de Aquarius.
No contaba, naturalmente, con que en la plaza hubiese niños jugando al fútbol. En realidad sólo dos.
En cuanto me puse los auriculares, recibí el primer balonazo. Me volví y les pedí a los críos que se fueran a jugar más allá. Pero no me hicieron caso.
Al cabo de pocos minutos el balón rebotó justo al lado de la máquina. Me libré de un nuevo impacto de milagro. Me llevé un buen susto. Yo estaba embebido en la audición de una de esas viejas composiciones que tanto me agradaban.
Reaccioné como un rayo y me apoderé del balón. Les dije a los niños que ahora era mío. Ellos lo habían querido. Ya les había rogado que se alejasen porque estaban molestando, y ellos no se dieron por enterados.
Ambos se quedaron observándome. Se percataron de que estaba hablando en serio. No replicaron nada y se sentaron en un banco.
Volví a ponerme los auriculares y seguí escuchando música. Cuando acabé, me acerqué a los niños y, con la condición de que se fueran a dar patadas a la pelota a otra parte, se la devolví.
Mis palabras les entraron por un oído y les salieron por el otro. Cuando me iba, el balón me golpeó en la cabeza haciéndome trastabillar. Furioso me abalancé sobre el autor del disparo. Lo perseguí hasta atraparlo.
Le eché una bronca y le pregunté cómo se llamaba. Él no me respondió. Entablamos una lucha física, una lucha cuerpo a cuerpo, aparentemente desigual, pero que no lo era tanto. El crío resistía como gato panza arriba.
Insistía en que me dijera su nombre, y él se obstinaba en su silencio. Aunque lo tenía sujeto, no lograba reducirlo. Él trataba de liberarse dándome puntapiés, algunos tan fuertes que temí me rompiese un hueso.
A pesar del dolor repetí: “No te voy a soltar hasta que me digas tu nombre”. Me mordió la mano y estuve a punto de darle una bofetada.
“Dime cómo te llamas y te suelto”. Sólo accedió después de forcejear largamente, cuando ya ambos acusábamos el cansancio.
“Conciencia” “¿Cómo?” “Conciencia” “¿Me estás tomando el pelo?” El niño me miró seria y fijamente.
Estaba extrañado porque era un nombre femenino, pero yo conocía a un Ventura, a un Trinidad y a un Asunción.
“Pues tiene gracia que te llames así y te dediques a dar balonazos a la gente. Y patadas y mordiscos. ¿Te parece bien?” “Ya te he dicho mi nombre. Ahora suéltame”.
Eso era lo acordado y eso hice. Conciencia y su amigo se fueron corriendo. Estuve varios minutos pensativo, sin saber a qué carta quedarme. Luego también yo me fui a pasos lentos.
Un relato muy metafórico.
Ahora tengo que reflexionar sobre él.
Un saludo, Antonio
Sí, es un relato con carga simbólica. Que tengas una buena semana.
Igualmente, Antonio.
Y con la conciencia en paz, a ser posible
Muy bueno Antonio, muy bueno. Saludos
Gracias, Xavier, me alegro de que te haya gustado este relato con un toque surrealista y un trasfondo simbólico. Saludos cordiales.
La edad entre 10 y 14 años es más diicil en plan educativo , los cambíos hormonales les provocan rebeldía y desobediencia, no hay sentido hablar con ellos de la consciencia. No es porque son malos ….es la naturaleza, luego se les pasa.¿ A tus hijos no les pasaba lo mismo?…a los mios sí. Estaba a punto de matarles…jajajaj.Un abrazo.
Es una edad difícil. Hay que tener mucha paciencia para sobrellevar a esos sabelotodos. Todos los adolescentes pasan por una etapa de rebeldía que pone a prueba a los padres.
En el relato se trata de un niño que se llama Conciencia, un niño que da dos balonazos a un adulto ensimismado. Un abrazo.