La fluidez y la plasticidad de esta novela ganan al lector desde las primeras líneas. De hecho, el lenguaje envolvente es su gran protagonista. Si a la eficacia y precisión narrativas añadimos la vena de fino humor que la recorre de cabo a rabo, nada tiene de raro que Alfonso Reyes la considerara una obra maestra, “de timbre más fino que Zola”, “de respiración tan saludable como Flaubert”.
Las comparaciones del escritor mexicano corroboran que Eça de Queirós estaba fascinado por la literatura francesa. “La ciudad y las sierras” se puede entender como una réplica de “À rebours”.
La novela aborda el tema del “mal du siècle”. Un hastío supremo se ceba en Jacinto, el hermano portugués de Des Esseintes. A este rico hacendado que vive en el 202 de los Campos Elíseos todo le resulta insoportablemente fastidioso.
Este refinado producto de la civilización está de vuelta de todo sin haber ido en verdad a ninguna parte. Decadentismo, dandismo, molicie son términos que definen el tipo de vida de este elegante aquejado de un tedio corrosivo. No es simpatía ni tampoco compasión lo que inspira Jacinto a pesar de que el lector es testigo de que por las ramas de ese árbol corre cada vez menos savia.
La descripción de ese París decimonónico, de esa sociedad sofisticada que se cree el ombligo del mundo, provoca un sentimiento de rechazo. A pintar este ambiente dedica el autor la primera parte del libro.
La bisagra que la une a la segunda es el viaje que Jacinto, acompañado de José Fernández, su alter ego y narrador de esta historia, realiza a su propiedad de Tormes, en Portugal.
La segunda parte refiere el proceso de desintoxicación de Jacinto, el encuentro con la naturaleza, el regreso a sus raíces, a la verdadera vida. En este bucólico cuadro resuenan los versos del “Beatus ille” y de las Geórgicas. A Virgilio se le cita en varias ocasiones.
La descripción de las sierras y de la vida rural es tan soberbia como la de la primera tabla de este díptico (la ciudad).
“En lo alto temblaba una estrellita, la Venus diamantina, lánguida, anunciadora de la noche y de sus contentamientos. Jacinto no había contemplado nunca aquella estrella de amoroso resplandor (…). Y ese ennegrecimiento de los montes que se embozan en la sombra; los árboles enmudeciendo cansados de susurrar; el brillo de las casas que se va apagando mansamente; la capa de niebla con la que se adorna y templa la frialdad de los valles; un toque soñoliento de campana que rueda por las hondonadas, y el intermitente cuchichear de las aguas y de las selvas oscuras, eran para mi príncipe verdaderas iniciaciones. Desde aquella ventana, abierta sobre las sierras, comenzaba a ver otra vida, donde todo no es el hombre y el tumulto sordo de su obra. Y sentí a mi amigo suspirar, como si finalmente descansara.”
Es ahora cuando Jacinto experimenta el placer de la lectura, fenómeno que acaece también a contracorriente. En su casa de París tenía una biblioteca de treinta mil volúmenes, pero es en Tormes donde descubre “la inconmensurable delicia de leer un solo libro”. En realidad, son dos: el Quijote y la Odisea.
“Él, delante de la mesa, erguido en la silla, abría el libro grave, pontificialmente, como un misal, y comenzaba con lenta y religiosa voz. Aquel gran mar de la Odisea –resplandeciente y sonoro, siempre azul, completamente azul, bajo el vuelo blanco de las gaviotas, rodando y quebrándose mansamente sobre la fina arena o contra las rocas de mármol de las divinas islas– exhalaba al momento una frescura salina, bienvenida y consoladora en aquella calma de junio que asoporaba la sierra”.
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