Me pregunta con retintín una de las ocupantes del coche: “¿Qué pasó ayer con Diana?” Me encojo de hombros y respondo un escueto nada. La copiloto se vuelve y me espeta: “No digas que no pasó nada. Ella está disgustada contigo” Y añade la conductora: “Sí, estuviste desagradable”.
Como queda una por hablar, justo la que está sentada a mi lado, la animo a hacerlo: “¿Algún comentario por tu parte?”. Ella se limita a negar con la cabeza. Diana no es tampoco santa de su devoción.
¿A quién puede caerle bien una mujer tan sarcástica y maleducada? En la medida de lo posible la evito, pero a veces tengo que lidiar con ella, con su sonrisita desdeñosa, con sus aires de superioridad. Y la verdad es que no siempre estoy de humor ni me asiste la habilidad para darle un capotazo.
Ayer no estaba de buen talante. Por fortuna la inspiración acudió en el momento adecuado. Unas pocas palabras bien escogidas obraron el milagro de cortar su impertinente discurso y hacerle cambiar de cara. Si la hubiese insultado, no le habría sentado tan mal.
Diana se cree una mujer avanzada, alguien que, junto con su amiga Amelia, va varios kilómetros por delante de todos los demás. Esa supuesta ventaja la autoriza a expresarse como un juez.
A sus semejantes, salvo a su amiga Amelia que sabe cómo imponerse, no los escucha. Y si se ve forzada a ello, al cabo de dos minutos empieza a mirar a un lado y a otro de forma que quien está hablando tiene la molesta impresión de que su relato le importa un comino. Así que acaba por callarse. Entonces ella, sin mirarlo a la cara, dice: “Sigue, sigue”.
Hay temas políticos y financieros que la ponen muy alterada, sobre todo si detecta disentimiento en su interlocutor. No admite críticas ni objeciones. Sólo sus ideas son válidas. Quien no las comparte es un memo o un retrógrado.
El día de autos la conversación giraba en torno de la literatura. ¿Qué novela estábamos leyendo? ¿Cuál era nuestro autor favorito? Uno de los presentes dijo que había empezado a leer un libro de un escritor local. Un libro descriptivo, costumbrista, que recreaba la vida de la sierra con amenidad y rigor.
Que mi comentario elogioso le supiera a rayos, se explica fácilmente teniendo en cuenta que Diana, en posesión de todos los clichés progres y de un lenguaje aderezado con los tópicos «ad hoc», es un ejemplo viviente de espasticidad ideológica.
Hastiado de su tono burlón, de sus puntadas presuntamente ingeniosas, del abierto desprecio con que se refería a ese escritor “decimonónico” que estaba en las antípodas, por no decir en otro planeta de otro sistema solar, de Bukowski, su autor preferido, cuya lectura nos recomendó alzando los dos dedos que apresaban el cigarrillo, como si estuviera dándonos la bendición, laica desde luego, las ganas de pararle los pies pudieron más.
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“Estaba deseando ponerle un par de banderillas” confesé a mis compañeras de viaje. “Pero ella es así y tú lo sabes” “Que la aguante su marido” “Ha pedido un destino en el extranjero” “No me extraña”.
La reacción de Diana fue desproporcionada, poniendo de manifiesto que yo había dado en el blanco. Aprovechando un silencio provocado por la irrevocabilidad de sus sentencias, dije despacio, mirándola a los ojos: “Cuántos prejuicios tienes”.
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