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Archive for the ‘In illo tempore’ Category

…sus sospechas se revelaron ciertas. Pedrito Andévalo se había mostrado reticente y poco preciso en la conversación mantenida en el bar del Nuncio. Una actitud semejante sólo podía significar una cosa: había un sector que se oponía a que él encabezase la candidatura en los próximos comicios locales. Un sector minoritario pero influyente que, a pesar de su jacobinismo, no tenía reparo en conchabarse con el ala más conservadora del partido con tal de conseguir sus fines.
Lo veía con meridiana claridad. Si pensaban que iba a darse por vencido, se equivocaban de medio a medio…

…huíamos de Rosario Velarde como de la peste. Bastaba que se aludiese a cualquier enfermedad para que ella empezase a experimentar los síntomas. Aparte de lo aprensiva que era, se consideraba el ombligo del mundo.
Sabíamos todo lo referente a su embarazo y al nacimiento de su hija, que su madre estaba chocha por la nieta y se pasaba el día haciéndole gachas, que no probaba el alcohol ni le gustaban las alubias, que el director del banco donde trabajaba le había llamado la atención injustamente por hablar demasiado con sus compañeros, cosa que no era cierta pues ella era una persona más bien callada…

…eso es lo que soy, una cornuda –concluyó al tiempo que un vaso se le escapaba de las manos y por poco se rompe.
-Estás en boca del pueblo –prosiguió con voz entrecortada-. Tú y tus belenes. Y habrá que oír lo que dicen de mí. Que soy una consentida. Una que aguanta carros y carretas. Pero esto se va a acabar. Estoy hasta la coronilla de ser el hazmerreír del vecindario.
Impávido, desde la puerta de la cocina, Juan presenciaba los platazos y cucharazos que su mujer daba en el fregadero entre hipidos y sorbetones…

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Como interminables filas de hormigas entrecruzándose, soslayándose, presurosas siempre. Como moscas en los días de verano. Posándose en el brazo, en la nariz, en la frente. No dejándote en paz. Volviendo cuantas veces son espantadas.
Mariquitas anaranjadas y punteadas de negro que extienden sus élitros y levantan el vuelo. Libélulas de cuerpo rojizo y alargado. Mantis religiosas que se confunden con las ramas verdes. Cigarrones de patas saltadoras. Mariposas blancas, amarillas, azules. Zapateros con su caparazón rojinegro semejante al escudo de una tribu africana.
Y esa comezón sólo comparable al placer de apresar, de enjaular, de escribir, de ver cómo se mueven en la palma de la mano, de crear una frase.
Climatérico, perdulario, tunda, paripé, acharado, esmorecido, conchabarse, engolliparse, bitácora, cotufa, destemplanza, barbián, añil, al retortero. Y la magia contenida en mahaprajnaparamita.
Tan parecidas a los insectos. En un descuido las atrapas. Si las convocas, no vienen. Si les tiendes una trampa, la burlan. Si abandonas, se te agolpan en la cabeza. No hay tretas que desconozcan.
Las encuentras en cualquier parte. Del brazo de un palurdo incapaz de apreciar su belleza. En informes oficiales, folletos turísticos, seriales lacrimógenos. En prostíbulos, congresos, tabernas.
Pero cuando más las necesitas, no acuden a tu llamada, se hacen las sordas, permanecen ajenas. Y luego van y se venden al primer postor.

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En su libro “Memorias de un niño políglota” mamá detalla nuestras giras por España y por el extranjero.
Nos hemos convertido en una pareja famosa. Nuestras apariciones en televisión, aparte de proporcionarnos popularidad, han creado un cliché sobre mí.
Las conversaciones más bien estúpidas que mantengo en los platós con el nativo de turno, suscitan una incomprensible admiración.
Mis actuaciones se desarrollan según un esquema que admite pocas variaciones. Un presentador sonriente empieza haciendo preguntas a mamá, casi siempre las mismas, como lo son también las respuestas.
A continuación me somete a un cuestionario cuyo objetivo es informar al espectador de mis gustos y aficiones.
Tras esta introducción cuya finalidad es demostrar mi normalidad, el presentador, frunciendo levemente el entrecejo, me invita a exhibir mis dotes.
El número consiste en recitar textos y mantener un diálogo con los nativos que me tienen preparados. También se pide a alguien del público, que me ponga a prueba.
Con esta batería de improvisadas preguntas en diferentes lenguas finaliza mi intervención entre los aplausos de los espectadores convencidos de que no hay trampa ni cartón.
Madrid, París, Londres, Berlín, Roma, Moscú…son algunas de las ciudades que he visitado en compañía de mamá y de miss Pratolini primero, y de miss Kovalevski después.
En nombre de la ciencia o de la diversión, me han hecho desde simples test a sofisticados electroencefalogramas, cuyos resultados mamá se ha encargado de recoger y ordenar.
Después que miss Kovalevski nos dejara, mamá invirtió seis meses en componer su libro, que está teniendo un éxito notable. Para mí ha sido un respiro. Si no fuera por los inevitables paseos, incluso podría afirmar que llevo una vida como la de cualquier otro niño de mi edad.
Ahora tengo un profesor particular al que se la encomendado la tarea de completar mi formación cultural, plagada de lagunas.
Es evidente que estoy mejor dotado para las lenguas que para las matemáticas. De hecho, he aprendido portugués escuchando la radio.
Ayer mamá me dijo que me tiene preparada una sorpresa. Me pregunto cuál será su nacionalidad.

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Le lengua italiana se me rindió en cuestión de semanas. Mamá previno a miss Pratolini de que “eso” ocurriría con precisión matemática.
“Eso” no era una profecía sino una deducción basada en datos de los que mamá se había hecho un deber dejar constancia por escrito.
Tenía rellenos varios cuadernos en los que consignaba al detalle todo lo referente a mi aprendizaje. Estas anotaciones no eran sólo de índole pedagógica. Un sinnúmero de anécdotas ocupaban tantas páginas como las consagradas a mis progresos lingüísticos.
Con miss Pratolini se inició una nueva etapa marcada por los viajes. Había llegado la hora de salir del anonimato.
Yo tenía seis años y la suficiente lucidez para saber a qué atenerme. Según los testimonios de los que frecuentaban nuestra casa, nunca habían visto a mamá tan emprendedora y feliz.
Me volví más taciturno, pero nadie pareció reparar en ese cambio. A fin de cuentas yo era más bien reservado.
A raíz de mi primera intervención radiofónica, seguida de una entrevista en un periódico local, mamá había concebido proyectos más vastos.
A miss Pratolini no hizo falta convencerla de que colaborara. Desde el primer día secundó encantada los planes de mamá.
Era un poco más joven que la señora. Esta circunstancia, unida a unos caracteres semejantes, contribuyó al buen entendimiento de ambas mujeres, que pusieron manos a la obra con empeño.
A papa lo escamaban sus interminables conversaciones, que concluían en una llamada de teléfono o en la redacción de una carta. Su interés era acogido con deferencia y sus preguntas respondidas con parquedad. Si insistía, se impacientaban. Si se sentaba con la intención de participar en la charla, ésta empezaba a languidecer.
Mamá necesitaba que festejasen sus ocurrencias. Si se procedía de esta forma, cabía la posibilidad de modificar e incluso de suprimir, aunque para esto se requería mucha ciencia, sus planes.
A miss Pratolini le bastaron días para comprender algo tan simple. Papá, tras años de convivencia, aún no se había enterado.
Antes del evento, acompañada de la institutriz italiana, mamá recorrió la casa de arriba abajo, sin omitir el jardín, atisbando en todos los rincones. Había ordenado una limpieza general a fondo.
Mi suerte estaba echada. Una revista nacional vendría a hacer “in situ” un reportaje.

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En el cuerpo de miss Breuer predominaba sin discusión la línea curva. Sobre sus amplias caderas de matrona bávara que se estrechaban acusadamente en la cintura, se alzaba un busto majestuoso.
El día señalado estaba más nerviosa que yo, pero menos que mamá. Pasó toda la mañana probándose vestidos delante del espejo. Al final se decidió por unos pantalones verdes y un suéter de cuello alto con varias vueltas.
De esta guisa hizo irrupción en mi dormitorio, andando con dificultad a causa de lo ceñido del conjunto.
Mamá, que ya estaba de tiros largos y dirigía la tarea de mi engalanamiento, la criada, que la obedecía sin rechistar, y yo nos quedamos de una pieza.
Por lo general, miss Breuer mostraba una sabia predilección por las faldas que, sin anular los rasgos más sobresalientes de su anatomía, no los subrayaban tampoco.
“Estás encantadora” le dijo mamá, que fue la primera en reaccionar. “¿No es verdad, Juana, que esas prendas la hacen más joven?” La criada respondió con un “sí, señora” apenas audible.
Mamá tenía razón, aunque más que rejuvenecida, miss Breuer parecía aniñada.
La sonrisa que esbozó no disimulaba, sin embargo, su falta de convencimiento ante los halagos de mamá. Luego, a pasos cortos, se acercó a la ventana.
Como nos tenía acostumbrados a bruscos desplazamientos, pensé en un lógico temor a que las costuras estallasen.
Estaba indecisa. Había observado que yo no le quitaba los ojos de encima. Así que acabó preguntándome en alemán si me gustaba su atuendo. Me encogí de hombros y negué con la cabeza.
Miss Breuer suspiró y salió de la habitación tan de prisa como se lo permitían sus ajustados pantalones.
Mamá me reprochó mi impertinencia. Pero era el retraso en la partida lo que de verdad le molestaba
Teníamos concertada una cita con el presentador de un programa radiofónico. Dicho señor era amigo de un conocido de mamá. Nos esperaba en una cafetería céntrica a las once.
De allí nos encaminaríamos a los estudios de la emisora donde sería grabada la entrevista, en la que estaba previsto que participásemos mamá, miss Breuer y yo.
Por mi parte, además de contestar a las preguntas, debía mantener una pequeña conversación en alemán con mi institutriz, así como también recitar poemas en esta lengua, en inglés y en francés.

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Mi preceptora francesa fue remplazada por otra alemana: miss Veronika Breuer, que lo sabía todo sobre mí y venía dispuesta a exprimirme en un tiempo record.
Me hizo repetir el saludo en alemán todas las veces necesarias hasta alcanzar una correcta pronunciación. Luego nos presentamos, ella en primer lugar y, sobre el modelo suministrado, yo a continuación. Me dijo su edad y yo le dije la mía.
Estábamos intercambiando datos sobre nuestras respectivas familias y naciones cuando la criada llegó para anunciar que la señora estaba esperando a miss Breuer en el salón rosa.
Antes de irse, me cogió por los brazos, me zamarreó ligeramente y, en un tono confidencial, me comunicó algo que no entendí.
Al final de su alocución recabó mi aquiescencia, que me apresuré a otorgarle.
Poniéndome una mano sobre un hombro, me soltó otro discurso en alemán. Yo asentí de nuevo y ella se fue a su entrevista.
Más tarde, mamá me comentó la buena impresión que miss Breuer le había producido. También para mí fue una sorpresa, como he tenido pocas en mi vida, toparme con la nueva institutriz en el vestíbulo, rodeada de bultos.
Agarrado al pasamano, bajaba la escalera saltando los peldaños de dos en dos. Me detuve y me quedé contemplándola como un pasmarote. Miss Breuer no podía estarse quieta. Incluso en algún momento masculló algo.
Todavía vivos los reproches de miss Dickinson a cuenta de mi excesiva curiosidad, empecé a retroceder. Pero la nueva institutriz reparó en mí, me llamó y dimos la primera clase.
Con miss Breuer se rendía a tope. Su vitalidad y su desinhibición le permitían premiarme, tras una intensa jornada de trabajo, con una selección de canciones populares interpretadas por ella misma a la guitarra.
Este hecho no tendría mayor relevancia si no fuera porque miss Breuer, a pesar de todo su empeño, no sabía cantar. Consciente de sus limitaciones musicales, rubricaba con risas sus actuaciones.

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Un domingo primaveral se hallaba reunida la familia, incluida miss Le Bihan, a la hora del desayuno. Había amanecido lloviendo. Por esta razón nos veríamos obligados a hacer en coche el trayecto de nuestra casa a la catedral, que era donde oíamos misa. Mamá estaba de mal humor.
Si persistía el mal tiempo, tendríamos que sacrificar también nuestro paseo dominical. Esta eventualidad la contrariaba sobremanera. Mientras untaba las tostadas con mantequilla y las cubría con mermelada, no paraba de lamentarse.
Yo miraba correr los hilillos de agua sobre los cristales de la ventana. Sólo hablaba mamá, que volvía una y otra vez sobre el mismo tema.
Aprovechando un momento de silencio, se me ocurrió decir:

“Glav da c’houlou-deiz
Ne zalc’h betek kreisteiz.”

Apartando de sus labios la taza de café con leche, mamá dijo: “Eso no es francés”. Miss Le Bihan respondió que, en efecto, no lo era. “¿Y qué es?” “Un proverbio bretón”.
Así fue como mamá descubrió que miss Le Bihan me había transmitido sus escasos conocimientos de la lengua de sus mayores.
Había nacido en un pueblecito del interior. Sus abuelos hablaban bretón. Sus padres lo chapurreaban. Ella sólo sabía frases y palabras sueltas.
Cuando se cansaba del intenso ritmo de ejercicios y lecturas en francés, le divertía explorar los límites de mi memoria con esos vocablos celtas de extrañas resonancias.
Mamá dudó entre enfadarse o alegrarse. Aunque entendía que no era más que un juego, ella debía estar al tanto de todos los pormenores.
Por supuesto, el aprendizaje del bretón estaba excluido de sus planes. Esto fue lo que la hizo vacilar. Pero mamá se percató enseguida de que este suplemento lingüístico constituía una nota pintoresca en mi formación. Bien mirado, era como un regalo de miss Le Bihan en vísperas de su partida.
A pesar de que la lluvia arreciaba, acabamos nuestro desayuno distendidamente.

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Miss Le Bihan se prestó de buena gana al juego. En comparación con su predecesora, me pareció el colmo de la amabilidad.
Aunque su interés por mí fuese un tanto forzado, ello no fue óbice para que se crease un clima de cordialidad.
Un día en que, conversando en francés, la charla derivó por esos derroteros, no tuvo inconveniente en responder a preguntas de índole personal. Así supe que había estudiado lengua y literatura españolas en la universidad de Nantes. Le dije que conmigo iba a practicar bien poco ya que le estaba formalmente prohibido dirigirme la palabra en mi propia lengua.
A miss Le Bihan le brillaron los ojos. Tras un momento de vacilación, me respondió que, gracias a los puntuales informes sabatinos y a las numerosas intromisiones de mamá, su manejo del español se había consolidado. Tal vez bromeaba como parecía indicar su sonrisilla socarrona, pero, en definitiva, estaba diciendo la verdad.
Mamá encomiaba la sonoridad de la lengua francesa e incluso se vanagloriaba de entenderla y, llegado el caso, hacerse entender. Lo cual no tenía nada de extraño, aseguraba, pues había estado interna en un colegio suizo.
Lo cierto era que entre ellas, como se desprendía de los irónicos comentarios de miss Le Bihan, sólo hablaban en román paladino.
Más adelante tuve noticia de otra disposición del contrato fraguado por mamá, en la que se especificaba que las aspirantes al puesto de institutriz debían saber expresarse pasablemente en nuestro idioma.
Para evitar que se reprodujese la embarazosa situación vivida con miss Dickinson, mamá se curaba en salud.

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Se fue sin despedirse. La víspera de su partida la vi muy atareada. Rebosaba alegría. Lo cual, supuse, era normal, pues regresaba a su país.
Me chocó que, siendo enemiga de manifestar las emociones, anduviese de acá para allá radiante de satisfacción. Incluso me agasajó con un conato de sonrisa.
Cuando le comenté a mamá que miss Dickinson se había ido a la francesa, me respondió que había tenido que levantarse temprano para coger el avión.
A renglón seguido añadió que no pensase en eso. Ella, que estaba en todo, me proporcionaría una sustituta. Luego aspiró una bocanada de aire.
La institutriz inglesa inauguró un estilo de vida marcado por las sucesivas señoritas que ocuparon su puesto.
Dependiendo de la dificultad de la lengua en cuestión, la permanencia de las jóvenes extranjeras oscilaba entre los seis y los nueve meses.
Quedó estipulado mediante clausulas contractuales que mis preceptoras dejarían el trabajo en cuanto éste se revelase inútil. Se comprometían asimismo a mantener al corriente a mamá, a quien los sábados por la mañana debían informar de las actividades y progresos realizados por mí durante la semana, sin omitir ningún detalle por insignificante que les pareciera.
Como compensación a este férreo control, mamá, con la oposición de su marido que no participaba de su prodigalidad, se mostró espléndida a la hora del estipendio. Comprendía que las condiciones impuestas eran duras, pero si las nuevas institutrices las aceptaban, no le escocía pagar unos honorarios más altos.
Gisèle Le Bihan, una bretona morena y bajita, fue la primera en firmar ese documento.

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Miss Dickinson nos dejó por iniciativa propia. Con su brutal sinceridad comunicó que se podía prescindir de sus servicios.
No hubo peros por parte de mamá. Ambas mujeres se profesaban una aversión mutua.
La institutriz británica, cuya sequedad e inflexibilidad no suscitaban la simpatía, no sólo se negaba a secundar los proyectos de la señora, sino que no tenía reparo en echar un jarro de agua fría sobre su calenturienta cabeza. Y esto, que mamá no permitía ni a su marido, se lo tenía que consentir a una extraña en virtud de las prerrogativas de su cargo.
Su incompatibilidad se manifestaba a todos los niveles. Miss Dickinson tenía buena figura y vestía con sobriedad. Mamá, metida en carnes, tenía debilidad por los colores vivos y las telas estampadas. Miss Dickinson era la discreción personificada. Mamá era parlanchina y metomentodo. Miss Dickinson era parca en el comer y no tanto en el beber. A mamá le pasaba tres cuartos de lo mismo pero al contrario. Miss Dickinson no se casaba con nadie, pues era una mujer de férreos principios. Nunca averigüé cuáles eran los de mamá, que no perdía la oportunidad de lucirse aunque fuera a costa de incurrir en flagrante contradicción. Estaban hechas para no vivir bajo el mismo techo.
Con su decisión de marcharse, miss Dickinson solventó el problema que mamá tenía planteado, y que era justamente ése: librarse de ella.
Entornando los párpados, mamá soñaba con legiones de institutrices que me enseñarían sus respectivas lenguas. ¿No era su obligación propiciar el desarrollo de mi inteligencia y sacar el máximo partido de mis dones?

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