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Posts Tagged ‘Afganistán’

                                         V
Esdras miró el monte que se elevaba abrupto. Buscó con los ojos una senda y no encontró ninguna. Por último, localizó una depresión del terreno, un ramblizo, que le permitiría ascender hasta la cima.
La desnudez del yébel lo sobrecogió. La ausencia de vegetación era completa. Esa inmensidad ocre se recortaba majestuosa sobre el azul del cielo.
Inició el ascenso por la ladera norte. Pensó en las riquezas que había dejado atrás, en las piezas de oro y en los objetos de cobre que había acumulado a lo largo de su vida, en las maderas del Líbano, en el lapislázuli de Afganistán, en las turquesas y otras piedras preciosas, en el incienso, en el marfil, en los animales exóticos del país de Punt que había traído de sus largos viajes, y que habían sido el asombro de todos, atrayéndole clientes y multitud de curiosos.
Nada de eso lo había colmado. No quería decir que todo había sido un engaño. Pero ni las riquezas ni la posición social apagaron su sed de infinito. Y después estaba también ese incomprensible deseo de olvidar. De olvidarse de sí mismo. De vivir en la alegría del olvido de sí mismo.
¿No habían sido esa sed y ese deseo los motores de todas sus empresas comerciales, de sus continuos desplazamientos en busca de productos caros y originales? ¿No había sido ese reconcomio la razón última de su permanente desasosiego?
Y por supuesto lo era de esta visita al monte Sinaí, ante el que una vez, hace muchos años, hizo la solemne promesa de que regresaría sola y exclusivamente para honrar al Altísimo, para ofrecerse, para obedecer su mandato aunque éste fuera el de repartir sus bienes.
El Sinaí había sido un centro interior inaccesible. Ahora lo estaba escalando y lo coronaría.
Este era el único viaje de su vida que no hacía por razones prácticas, es decir, económicas. El único viaje que era un objetivo en sí mismo, desde su inicio hasta este trabajoso ascenso hacia una cima desolada.
Este viaje podía ser considerado un acto de valor, una afirmación de su vacilante fe y de su quebradiza esperanza.
Ahora que avistaba el final -había tenido que esperar hasta ahora, hasta encontrarse cerca de la consumación de su vida-, esa fe, esa esperanza, ese deseo, ese impulso, esa llamada, como quisiera nombrarlo, reclamaba su pago.
Él, Esdras el mercader, que había hecho frente a tantos peligros, que había sido infatigable en la lucha cotidiana, había pospuesto indefinidamente el viaje primordial, había ido retrasándolo hasta este momento en que la subida al monte se le hacía tan ardua.
No lo sostenía la seguridad en sí mismo, en sus habilidades, en su don de lenguas, en su seductora sonrisa, sino su confianza en el encuentro.
La única cuestión importante, la única que merecía la pena plantearse concernía al tipo de manifestación que iba a producirse.
Luego regresaría a su ciudad, luego podría morir tranquilo, como los patriarcas que, tras una dilatada vida que les había permitido conocer a varias generaciones de descendientes, dejaban este mundo musitando palabras de agradecimiento.
No llevaba ninguna ofrenda. El rico mercader subía con lo puesto. Sus fuertes manos de dedos nudosos, surcadas de gruesas venas azules, con una banda de pelos en el tercio exterior del dorso, unas manos de las que siempre se había sentido orgulloso, estaban vacías.

 

 

 

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