VI
Llegó exhausto a la cima, con las piernas doloridas y el corazón palpitante. Era evidente que había calculado mal sus fuerzas. Su intención era arrodillarse y orar, pero antes tenía que recuperar el aliento.
Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en una roca, y cerró los ojos.
Le vino un fuerte olor a trementina que aspiró placenteramente. Ese aroma fuerte obró los efectos de las sales que se utilizan para reanimar a los que se han desvanecido.
¿De dónde podía venir esa fragancia que le había restituido la vitalidad? Abrió los ojos y se puso en pie. Acercándose al borde de la plataforma, contempló una multitud de terebintos que se extendía hasta donde la vista podía alcanzar.
Los arbolitos de un verde oscuro se le antojaron a Esdras pebeteros en los que ardían sin llamas costosos perfumes.
A sus años, pensó burlonamente, se estaba convirtiendo en un poeta, en un mago de las palabras.
Observó que las formaciones rocosas, tan cerca de las cuales había pasado sin advertirlo, lanzaban destellos, minúsculos relámpagos, como si estuviesen sembradas de miles de puntas de diamantes.
La mente del mercader, poco dada a los fantaseos, explicó este fenómeno como una consecuencia del cuarzo incrustado en la piedra y la incidencia de los rayos solares. En cualquier caso, ese espectáculo luminoso era magnífico.
También había cerros de poca altura, redondeados, turgentes, que daban al paisaje un toque femenino. Nunca había sospechado que la península del Sinaí encerrase estas maravillas, aunque tampoco lo sorprendía en exceso, pues en ella habían tenido lugar grandes prodigios.
Esas suaves lomas se asemejaban a dunas costeras. Tras ellas se adivinaba el mar. La cercana presencia del mar, con su murmullo incesante, con sus aldeas de pescadores.
Esdras decidió pernoctar en la cima del Sinaí. Era una iniciativa arriesgada, pues la temperatura descendía mucho y él había dejado todo su equipaje abajo.
Pero de momento no hacía frío, se sentía bien. Durante la noche se encomendaría al Altísimo, se acogería a su misericordia. El cielo estrellado, visto desde allí arriba, tenía que ser el contrapunto grandioso a la belleza terrenal.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported