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Posts Tagged ‘Aurelia Estacio’

Tégula romanaIV
Podían haberlos exilado o condenado a un castigo público para que se divirtiese la plebe. Ni siquiera respetaron su derecho a una ejecución privada.
Su suerte, si de tal cosa cabía hablar, era que no los echarían a las fieras ni los descuartizarían. Morirían por decapitación que, según afirman, es un final rápido e indoloro.
Su arresto se produjo en la taberna adonde había ido por razones diferentes a las alegadas en el juicio. No estaba allí para encontrarse con ningún conjurado ni tampoco para comer.
Mientras esperaba, había pedido vino mezclado con resina y un plato de mariscos, esto último no para él sino para quien debía llegar de un momento a otro.
Aguardaba con impaciencia a un esclavo que le traía un mensaje de Aurelia Estacio.
Él no había intervenido en ninguna conspiración. Ciertamente le habían propuesto participar en los cambios que se avecinaban, pero él había declinado la oferta. No era ambicioso ni tenía intereses políticos.
Sus delitos eran ser amigo de Cecilio Estacio, uno de los jefes, y, aunque se mantuvo escrupulosamente al margen, saber lo que se estaba fraguando.
Esos dos cargos le habían valido un veredicto de traición. Al ajusticiamiento había que añadir la afrenta póstuma de que su cabeza se expusiese a la entrada de la ciudad.

 
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Tégula romana III
A su llegada, el bullicio de Roma lo aturdió, así como también la residencia de los Estacio, cuyo austero exterior no dejaba adivinar sus mármoles y sus estucos, sus pinturas y sus mosaicos, sus candeleros y lampadarios de bronce distribuidos por todas las habitaciones.
Lucio llevaba la mitad de la tésera de plata que el patricio había dado a su padre en señal de amistad.
Viejo y enfermo, de hecho moriría poco después, Fabricio lo llamó “hijo” y le presentó a sus nuevos hermanos, Cecilio y Aurelia.
¿Faltaba mucho para que amaneciese? No se escuchaba el rechinar de las ruedas de los carros recorriendo las mal pavimentadas calles, ni el entrechocar de los cascos de los caballos, ni los juramentos de los conductores y de los jinetes.
Lucio dirigió la mirada hacia la ventana entrelarga, a ras del techo, que daba a la vía Tiburtina, por donde entraban el rumor de la ciudad y la claridad del día.
Cuando el juez dictó sentencia y los reos fueron conducidos a la cárcel, Lucio tuvo la oportunidad de ver desde fuera esa abertura enrejada, que era la única ventilación del subterráneo donde permanecerían encerrados hasta su ejecución.

 

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Tégula romanaII
Sus primeros años de vida habían transcurrido en Itálica, donde nació y de donde no tenía que haber salido.
Allí conoció a Fabricio Estacio, el padre de Cecilio y de Aurelia. Él y el resto de los comensales llegaron a la casa sobre las cuatro de la tarde. Se descalzaron y dos esclavos, antes de conducirlos al comedor, les lavaron y les secaron los pies.
Los invitados se acomodaron en los triclinios cubiertos con una blanca tela de lino.
Lucio, desde la puerta, estuvo contemplando el banquete hasta que su madre, con un gesto de la mano, le ordenó que se fuese.
Entonces corrió a ver a su abuelo, que estaba fumando su pipa de barro. El humo del espliego ascendía de la cazoleta impregnando con su aroma la atmósfera del cuarto.
Le contó lo que había visto y oído. Y le preguntó por qué no le permitían echarse en uno de los divanes y participar en el convite. Su abuelo, un hombre sumamente callado, siguió expeliendo bocanadas azules.
Si no fuera por el lugar donde se hallaba, podría afirmar que la noche estaba siendo perfecta.
En cierto momento creyó percibir la respiración anhelosa de Furio, otro conjurado, que parecía una burlesca parodia de la pasión amorosa. O el resuello de un corredor agotado. Pero cuando aplicó el oído, el jadeo se desvaneció.
Una vez, Furio estuvo a punto de morir asfixiado. Convertido en descontrolada flauta, su pecho emitía silbidos cada vez más rápidos y agudos.
Este silencio era propicio a la reflexión y a los balances. “El camino es fatal como la flecha” era el verso final del poema. Y tuvo que darle la razón al vate ciego. La verdad de su vida se resumía en esa escueta frase. O tal vez la verdad de la vida a secas.

 

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