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Posts Tagged ‘el abuelo’

Tégula romanaV
Miró en dirección a la ventana entrelarga que se transmutó en otra alta y más bien estrecha. Por ahí se asomaba Lucio al interior de la habitación, donde, sentado en un sillón de mimbre, estaba su abuelo envuelto en el sahumerio azul de las plantas aromáticas que quemaba en su pipa de barro.
Lucio no sentía la frialdad ni la sordidez de la cárcel. Sólo echaba de menos la luz, incluso la de las antorchas.
Pero este silencio y esta tranquilidad eran un regalo que los dioses le hacían. Cuando llegase el momento, despuntaría el alba.
Mientras tanto, por qué no abandonarse y disfrutar de esta plácida noche poblada de recuerdos.
No le molestaba siquiera esa punzada en el costado que le dificultaba la respiración.
¿No había escrito también el poeta: “En algún recodo de tu encierro / puede haber una luz, una hendidura”?
Tenía la impresión de que el camino hacia los dioses estaba expedito, e incluso de que volaba hacia ellos. No lo cercaban gruesos muros de mortero. Nada lo ataba.
La oscuridad se iba diluyendo. Por la ventana entraba la primera luz del día.
Lucio se volvió para comunicar a su vecino esta buena nueva. Para hablarle de esta noche apacible. De su alegría al contemplar ese leve resplandor.
Se volvió pero a su lado no había nadie.

 

Nota.-Los versos citados pertenecen al soneto “Para una versión del I King” de Jorge Luis Borges.

 

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Tégula romanaII
Sus primeros años de vida habían transcurrido en Itálica, donde nació y de donde no tenía que haber salido.
Allí conoció a Fabricio Estacio, el padre de Cecilio y de Aurelia. Él y el resto de los comensales llegaron a la casa sobre las cuatro de la tarde. Se descalzaron y dos esclavos, antes de conducirlos al comedor, les lavaron y les secaron los pies.
Los invitados se acomodaron en los triclinios cubiertos con una blanca tela de lino.
Lucio, desde la puerta, estuvo contemplando el banquete hasta que su madre, con un gesto de la mano, le ordenó que se fuese.
Entonces corrió a ver a su abuelo, que estaba fumando su pipa de barro. El humo del espliego ascendía de la cazoleta impregnando con su aroma la atmósfera del cuarto.
Le contó lo que había visto y oído. Y le preguntó por qué no le permitían echarse en uno de los divanes y participar en el convite. Su abuelo, un hombre sumamente callado, siguió expeliendo bocanadas azules.
Si no fuera por el lugar donde se hallaba, podría afirmar que la noche estaba siendo perfecta.
En cierto momento creyó percibir la respiración anhelosa de Furio, otro conjurado, que parecía una burlesca parodia de la pasión amorosa. O el resuello de un corredor agotado. Pero cuando aplicó el oído, el jadeo se desvaneció.
Una vez, Furio estuvo a punto de morir asfixiado. Convertido en descontrolada flauta, su pecho emitía silbidos cada vez más rápidos y agudos.
Este silencio era propicio a la reflexión y a los balances. “El camino es fatal como la flecha” era el verso final del poema. Y tuvo que darle la razón al vate ciego. La verdad de su vida se resumía en esa escueta frase. O tal vez la verdad de la vida a secas.

 

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