Había otra mujer con el pelo recogido en un moño colgante. Vestía pantalones ajustados y blusas de colores llamativos.
Ocultaba sus ojos tras unas gafas de cristales oscuros. En el sofá permanecía erguida, con el bolso sobre las piernas.
De vez en cuando lo abría y sacaba un pañuelito, probablemente perfumado, que se llevaba a la nariz, sin sonarse, y volvía a guardar colocando luego las manos sobre el bolso.
El contraste entre esta mujer y otro cliente del psicólogo era tan acusado que fantaseaba con la posibilidad de un encuentro entre ambos.
Este segundo personaje con pinta de ejecutivo avasallador y perdonavidas venía impecablemente trajeado, con los calcetines y la corbata a juego o marcando un elegante contrapunto.
En su cabeza de emperador romano destacaba la mandíbula que expresaba una determinación sin límites. Su mirada acerba y directa resultaba insostenible.
Se paseaba de un lado a otro, levantando a menudo el puño de la camisa para echar un vistazo al reloj.
Estas inequívocas muestras de impaciencia hacían aflorar la imagen de un tigre de Bengala enjaulado que de un momento a otro lanzaría un escalofriante rugido.
La mujer no tenía nada de selvática. Cuando aspiraba los fragantes efluvios de su pañuelito, dejaba escapar un suspiro.
Aunque parecía no reparar en mí, yo era el destinatario de esa dramatización, el espectador de ese teatrillo.
Incluso su artificiosa inmovilidad, que un rápido cruzamiento de piernas reforzaba en vez de atenuar, era una forma de llamar la atención.
Un día, tras revolver el bolso sin encontrar el encendedor, me preguntó si tenía fuego. Me levanté y le ofrecí la llamita de una cerilla.
“Gracias, querido” dijo quitándose las gafas. Las patas de gallo le estriaban la piel del extremo de los ojos cuya expresión revelaba tristeza.
“Estoy fatal” me comunicó a bocajarro.
Expulsando el humo del cigarrillo en dirección al techo, agregó: “Tú eres joven y sabes poco de la vida. ¿No te importa que te tutee?” Sonreí y dije que no.
“Cómo te va a importar si podría ser tu madre” No supe qué replicar.
“Sólo tu madre. Tu abuela desde luego que no” precisó. No logré averiguar si hablaba en serio o en broma. “Espero que seas muy joven”.
“Sí, lo eres. No hace falta que me digas tu edad. Yo, en cambio, estoy menopaúsica. Como lo oyes. Se me está retirando el periodo. Lo estoy pasando fatal. Dolores, sofocos, mareos. Mi amiga Florinda la gorda afirma que no es para tanto”.
Señalando con la barbilla el despacho del psicólogo, prosiguió diciendo: “Este señor piensa lo mismo que ella. Por supuesto, emplea otro lenguaje. Florinda es medio analfabeta. Pero los dos coinciden en que exagero, en que mi verdadero problema no es ése…”.

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