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Posts Tagged ‘Francisco’


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Todos los bichos despertaban mi curiosidad. Esta afición fue una fuente de problemas para mí, pues a mi madre la horrorizaba cualquier animalejo con menos de veinte centímetros de largo, que es la longitud aproximada de una lagartija común.
Para su desesperación, uno de mis pasatiempos favoritos consistía en desenterrar lombrices, que mi madre me obligaba a despachurrar con el cuento de que eran dañinas para sus flores.
En el huertecillo, me dedicaba a levantar piedras para ver lo que había debajo. Normalmente encontraba cochinillas que, en cuanto las tocaba, se convertían en bolas de color gris, con las cuales me llenaba los bolsillos.
Lo malo era que, una vez en casa, se desenrollaban y trataban de recuperar su libertad.
Prefiero pasar por alto la reacción de mi madre cuando descubría estos intentos de evasión.
También cazaba saltamontes, escarabajos cornudos, negros como el azabache, y hermosas mariquitas de color naranja. E incluso escorpiones, que encerraba en un bote de cristal con la tapa agujereada.

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A Agustina le dio un soponcio. Se puso blanca como la pared y, a pesar de agarrarse a los barrotes de la cancela, cayó redonda.
La reanimaron con agua fresca. Poco a poco volvió en sí y, más muerta que viva, la llevaron a su casa.
En vista de que le seguían temblando las piernas y la voz, alguien propuso llamar a un médico. Agustina se opuso y sólo permitió que le preparasen una tila.
También se negó a que avisaran a su marido. Hijos no tenía.
A las vecinas no les pareció bien dejarla sola en ese estado de choque, por lo que una de ellas se ofreció a hacerle compañía.
Agustina, que era muy suya, se resistió alegando que se encontraba mejor. Pero como nadie gana en tozudez a un grupo de comadres decididas a realizar una buena acción, tuvo que transigir.

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Francisco, el marido de Agustina, estuvo a punto de soltar una carcajada cuando le contaron lo ocurrido. Las severas miradas que le dirigieron su mujer y la vecina, lo disuadieron de tomar a broma ese lance.
Fue el único que intercedió por nosotros, aunque sus buenos oficios no impidieron que nos librásemos del castigo. Ni siquiera consiguieron atenuarlo.
La amistad entre Rafaelito y yo se fue al traste. Según sus padres, yo no era una compañía recomendable. Los míos opinaban lo contrario.
Nuestras correrías en común pasaron a la historia.
Cuando nos cruzábamos por la calle, nos mirábamos de reojo e incluso esbozábamos una sonrisa, pero no nos hablábamos.
Por separado, nuestros padres nos obligaron a ir a casa de Agustina a pedirle perdón y a prometerle que nunca más cometeríamos una fechoría semejante ni con ella ni con nadie.
Agustina, que había recobrado el color y la firmeza en las piernas, se mostró seria y dolida durante toda la entrevista.
De mí, tras aceptar mis disculpas, se despidió dándome un pescozón al tiempo que decía:
−Anda que Dios te lo manda.

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