II
Iba recelosa porque Manolita no sabía venderse ni dramatizar. Los demás la apresaban inmediatamente en sus redes, haciéndola sentir como una mosca en una telaraña, aunque a diferencia de la mosca ella se debatía poco, aceptando su destino con un alto grado de resignación.
El resultado era que ella permanecía con la boca entreabierta escuchando las historias del prójimo y guardándose las suyas.
Otro rasgo de su carácter, relacionado con el anterior, que le creaba todavía más problemas, era que no sabía plantear las cosas. Tenía la desgraciada habilidad de exponer los argumentos de forma que la perjudicasen o ella quedase en entredicho. Casi siempre salía malparada, casi siempre acababa responsabilizándose de lo que no le concernía o justificando lo que no le importaba.
Como una vez le dijo su amiga Encarnación en un tono que no le gustó: “Parece que te gusta tirar piedras sobre tu propio tejado”.
¿Qué podía hacer? El carácter es el destino de una persona. Alguna vez se había sublevado, pero sus rebeliones eran tormentas de verano que no dejaban recuerdo de su paso. Tras esos arrebatos ella volvía a ser la que era.
Ciertamente era una pesada carga haber nacido para chivo expiatorio, haber nacido para asumir las faltas ajenas, como si las propias no fueran suficientes.
No llamó a la puerta, pues la confianza que había entre ambas le permitía entrar de rondón. Una vez cruzado el zaguán, no fuera a asustarse si de pronto la veía allí, alzando la voz pronunció el nombre de su amiga: “¡Encarnación!”.
Pero Encarnación no respondió. Manolita repitió el nombre varias veces. El silencio era absoluto. Eso la escamó.
Manolita siguió adentrándose en la casa un poco más despacio. Dirigió sus pasos a la cocina, que era donde debía de estar su amiga en esos momentos.
Pero al llegar a la altura del cuarto de estar y mirar, la encontró sentada en el sillón de orejas en el que pasaba las tardes haciendo crochet o viendo la televisión. Tenía tal cara de circunstancias que a Manolita no le cupo duda de que algo gordo había ocurrido.
Tiesa como un ajo y con las manos reposando sobre su falda, presentaba una imagen de gravedad a cuyo influjo Manolita no pudo sustraerse. Estaba claro que había llegado en un mal momento. Y además ella se había presentado sola, sin que nadie reclamase su presencia.
Antes de interesarse por la aflicción de su amiga, se preguntó por qué ella no podía sacar partido de sus penas y achaques como todo el mundo. Ella no aspiraba a ser el centro de atención ni a que le rindiesen pleitesía. Ella no era ni presuntuosa ni resabida. Al contrario, esas actitudes le desagradaban.
Ni era de las que se empecinaban en llevarse el gato al agua. Ni se ponía más moños de los que le correspondían. Pero sí le gustaba, como a todo hijo de vecino, que la escuchasen, que simpatizasen con ella, que reconociesen sus méritos y desgracias.
Dando dos o tres pasos hacia Encarnación, que había acentuado su cara de alguacil, en un tono afable dijo: “¿Tú también has pasado una mala noche?”.
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