A la lógica siguió la filosofía natural con sus nociones de espacio y tiempo. Y a ésta la psicología que culminaba en una lección titulada “Origen y destino del alma humana”.
Alberto había decidido cambiar de sitio y sentarse con el delegado de curso, que era uno de los alumnos más serios y quisquillosos del instituto.
Fingí que me daba igual. Pero también yo me mudé al último pupitre, justo detrás de ellos. El delegado me miró con cara de pocos amigos. Sin inmutarme, me limité a esbozar una sonrisa.
Comprendió que su mirada admonitoria, amplificada por los gruesos cristales verdosos de sus gafas, me traía al fresco.
Alberto y yo, al igual que otros muchachos, veníamos de un pueblo cercano a estudiar en Sevilla. Como en el instituto no había comedor, nuestro almuerzo consistía en un bocadillo que comprábamos en una tienda de ultramarinos, y del que dábamos cuenta paseándonos por el patio o, si hacía mal tiempo, en una de las clases, para lo cual teníamos permiso.
Éramos unos quince pueblerinos repartidos entre primero y sexto de bachillerato. En preuniversitario no había nadie.
Un día encapotado y frío, cuando tocó el timbre, Alberto se demoró ordenando sus papeles hasta que yo salí. Luego, en el recreo, lo vi en animada charla con el delegado. O más bien en atenta escucha, como era su costumbre.
Al finalizar la última clase, se acercó a la profesora de latín para preguntarle algo, de forma que tuve tiempo sobrado de levantarme y trasponer la puerta.
Estaba lloviznando. Me reuní con los otros compañeros que iban a comprar el bocadillo en la tienda, y les dije que Alberto nos alcanzaría por el camino.
Fuimos y regresamos sin que diera señales de vida. Pensé que a lo mejor se había traído el condumio de casa.
En el aula de sexto A, sentados encima de los pupitres, despachamos nuestros bollos rellenos de salami o de cualquier otro embutido en un santiamén.
Cuando acabamos, convencí a los demás para ir a buscar a Alberto, aun pareciéndome improbable que se hubiese escondido o estuviese con los alumnos de cursos inferiores.
Nuestras pesquisas fueron vanas. Descubrimos a los más pequeños enfrentados en una guerra a tizazos. Por el placer de amedrentarlos, los amenazamos con informar al conserje si no recogían de inmediato los trozos esparcidos por el suelo, lo cual hicieron sin rechistar.

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In illo tempore (LXIX)
Posted in In illo tempore, tagged Alberto, la filosofía natural, la psicología on agosto 8, 2012| Leave a Comment »