Mis tres compañeras de coche y trabajo están afectadas prácticamente por igual de los mismos tics progres, que conforman una larga lista. La morenita, a la que no le falta un perejil, ha hecho bandera de la causa del ateísmo y no desaprovecha la ocasión de dar un palo.
En uno de nuestros desplazamientos le pregunté por las razones de su arraigada increencia.
Descabalgó a Dios, convirtiéndose en una atea beligerante y proselitista, cuando era joven, en un viaje de estudio y placer que hizo a Madrid, con visitas a Ávila, Segovia, Toledo y otras ciudades castellanas.
Pues bien, en el trayecto en autobús de Madrid a El Escorial, le dieron unos retortijones de tripas que se tradujeron en unas ganas locas de evacuar. Como no estaban lejos de su destino, se encomendó a Dios y le rogó que le permitiera aguantar los pocos kilómetros que faltaban.
Rezó con devoción. No le cabía duda de que Dios podía hacerle ese pequeñísimo favor. Ella no quería pedirle al conductor que parara en medio de la carretera. Pensaba que con la discreta intervención de la omnipotencia divina podría llegar hasta los servicios del bar más cercano.
Pero Dios no le concedió ese anhelado margen de maniobra. De hecho, ni siquiera se dignó aliviar su dolor de vientre. Todavía más. Los acontecimientos se precipitaron y ni siquiera tuvo tiempo de solicitar la ayuda humana del chófer e implorarle que aparcase donde fuera, produciéndose el fatal desenlace fisiológico.
Desde ese penoso incidente, la morenita, que ya tenía dudas al respecto, concluyó que Dios no existía. La prueba palmaria era que no le había hecho el favor de refrenar el ímpetu de sus intestinos unos minutos más. Esa inhibición demostraba su inexistencia o, lo que para el caso es lo mismo, su suprema indiferencia.
“¿Y por cagarte encima perdiste la fe?” “Si tú supieras la vergüenza que pasé, te harías cargo” “Por supuesto. Contra esa experiencia se estrellan de plano las cinco vías tomistas y el argumento ontológico de san Anselmo de Canterbury”.
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