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III

317.-Volviendo a nuestro héroe nórdico, cuando es encerrado en la jaula, donde en todo momento conserva la compostura, y es conducido al lugar donde lo van a ajusticiar, Ragnar Lodbrok aprovecha esa última oportunidad para mostrarse como un consumado impostor.

Justamente encima del pozo de las serpientes, después de haber soportado un larguísimo calvario sin proferir una queja, como un auténtico vikingo, pronuncia su discurso postrero, el broche final que cierra sus días.

Quien no creía, ni cuando se sinceró con su homólogo sajón, ni ahora, en el Valhalla, donde se banquetea eternamente en el majestuoso salón de Odín, ni en valquirias ni en elfos ni en nornas, con voz tonante se dirige a la concurrencia antes de que abran la compuerta de la jaula.

Ante un público francamente impresionado, del que forma parte el rey Ecbert con hábito monástico, este machote escandinavo hace una estremecedora declaración de fe. Que sea de cara a la galería no le quita un ápice de dramatismo. Como buen político, Ragnar es un actor de primera.

Hasta el espectador, aun estando en antecedentes, es embrujado por esas vociferaciones a los cuatro vientos. Dentro de poco, afirma el condenado, las vírgenes rubias lo trasladarán al paraíso donde curarán sus heridas y le darán a beber el exquisito hidromiel de los dioses, el que está reservado a los guerreros muertos en combate…

El número que Ragnar Lodbrok monta en la jaula es de antología. El gran héroe se revela como un redomado tartufo, aunque dicho sea en descargo de esa figura semilegendaria, la falsedad que rezuma ese episodio se corresponde más con la posmodernidad, es decir, con los creadores de la serie, que con la alta Edad Media.

Esa puesta en escena es la última medida política del personaje. Con ella está matando dos pájaros de un tiro: amedrantar a los circunstantes y preparar la venganza de sus hijos. Ragnar sacará el mayor partido posible a su ejecución, que no será en vano.

Tras allanar el terreno a sus sucesores, este “showman” que no cree en el más allá, afrontará su destino valerosamente. Esta entereza y sus hazañas justifican su inclusión en las sagas.

En el fondo del pozo de las serpientes, acribillado a mordeduras, Ragnar Lodbrok compone una estampa digna de figurar en un martirologio. El lugar, además, ha sido sacralizado por este sacrificio humano y, como presiente el rey Ecbert, puede convertirse en un centro de peregrinaje.

Las series televisivas en general son de un didactismo que interfiere en el disfrute de las mismas, forzando a veces la retirada del espectador cansado de tanta moralina. La pedagogía es una tentación irresistible para quienes cortan el bacalao. Antes y ahora se ha practicado. En eso los tiempos apenas han cambiado. Antes el adoctrinamiento era fundamentalmente religioso y ahora es ideológico. El objetivo es el mismo y se sintetiza en la consigna “compórtate como es debido”.

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II

316.-La otra gran realidad de la filosofía de la intensidad, y en consecuencia de la serie “Vikingos”, aunque no en la desmedida proporción de “Dos metros bajo tierra”, es el sexo. Su planteamiento no tiene nada de subyacente o sutil. Es un plato que ponen en la mesa sin preguntarse, o a lo mejor sí, en cuyo caso tienen más delito, si al espectador le apetece.

Sexo sin tapujos, escenas pornográficas como la felatio que, en su propio despacho, le hace una chica al alcalde de Boston en la serie “Bajo escucha” (“The wire”). Uno está tentado de concluir que debe tratarse de una práctica corriente en las sedes públicas de los EEUU, desde la Casa Blanca a los lavabos del Senado.

En relación directa con esta inmersión sexual se encuentra la escatología verbal. Palabras malsonantes, juramentos, insultos. Una gama tan extensa de imprecaciones y groserías supuestamente chistosas que sólo puede responder a consignas concretas de despertar al amuermado televidente. En verdad no es más que una exhibición de coprolalia.

Teniendo en cuenta que una de las claves de la filosofía de la intensidad es la búsqueda denodada del espasmo liberador, no hay que extrañarse de esa incidencia en la procacidad. La posmodernidad pregona que la salvación viene por la desinhibición total. Esa es la buena nueva.

Si a lo anterior añadimos la perentoriedad de lo inmediato, tenemos el cuadro completo. Mi amiga Emma afirma, con una seriedad que excluye cualquier duda, que la próxima vez que en su presencia alguien saque a relucir el aquí y el ahora, se pondrá a gritar.

Resumiendo, las cuatro patas en las que se sostiene esta silla son el poder, el sexo, el lenguaje cuartelero y el presente rabioso. A esto se resume la vida. Ese es su cañamazo. Si se encuentra otra cosa, su puesto en el “ranking” es secundario.

Una imagen emblemática de la filosofía de la intensidad la constituye Nate, de “Dos metros bajo tierra”, conduciendo una moto a toda pastilla, sin casco, por una peligrosa carretera de la costa. Le han descubierto una malformación vascular en el cerebro. Tras la lección filosófica de una motera cuya pareja murió en un accidente de tráfico, Nate, a quien ella, en plan hada madrina, le regala la máquina del fallecido, sale a banderas desplegadas a gozar de ese momento.

Ella es clara: hay que hacer lo que a uno le apetezca sin mirar las consecuencias. Téngase en cuenta que sólo se vive una vez. Esta obviedad justifica las cogorzas, los atracones, las rayas de coca o los comportamientos suicidas.

Y si Nate se precipita por el acantilado, cosa que no ocurre porque es uno de los protagonistas, el de mente más abierta además, el más comprensivo, en su funeral, cuando hagan su panegírico, siempre habrá alguien que diga: “Se despeñó gustoso”.

Aparentemente la filosofía de la intensidad no contempla, aparte de las antedichas, otras formas de gozar la vida, que seguramente admite pero que considera inferiores o, utilizando la terminología apropiada, de baja intensidad.

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I

315.-Ambientada en la Edad Media, la serie “Vikingos” es una reconstrucción histórica centrada en el personaje semilegendario de Ragnar Lodbrok. Y es también una muestra de la tan en boga filosofía de la intensidad cuyos valores y propuestas afloran por doquier.

Son numerosos los pasajes, aunque no proliferen tanto como en otras series que prácticamente son una ilustración de la nueva “Weltanschauung”, en los que el didactismo ideológico brilla con luz propia.

Es paradigmática la conversación que mantienen Ragnar Lodbrok y el rey Ecbert, en la que los dos se despachan a su gusto. Ragnar se revela como un consumado Maquiavelo nórdico que, con la excusa del bienestar de su pueblo, actúa movido por el ansia de poder, al igual que su interlocutor. En ese aspecto no se diferencian en nada.

Ragnar aprovecha la ocasión para quitarse todas las caretas. Es un ateo de tomo y lomo. A él los dioses, desde el padre de todos ellos, Odín, a Thor, el señor del trueno, sin salvar a uno solo de lo que componen el nutrido panteón escandinavo, se la refanfinflan. Si él se presta al juego, es por conveniencia, porque son las cartas con las que hay que jugar. Pero este racionalista del siglo VIII es muy consciente de que la religión no es más que un montaje.

El rey Ecbert es más discreto. Él reza y asiste a las ceremonias religiosas en las que participa respetuosamente. El sajón no hace gala del mismo descreimiento a machamartillo, pero en ningún momento contradice al otro porque, en el fondo, comparte la opinión de Ragnar. La religión es un cuento. O bien, desde un punto de vista realista, otro instrumento de poder.

Por obtener y conservar el poder ambos se conducen como hermanos gemelos. A ninguno le tiembla la mano cuando tiene que descargar un golpe mortal. Traiciones, infidelidades, mentiras, crímenes son la moneda corriente de las transacciones políticas. Lo cual no quita que uno y otro tengan sentimientos y los muestren. Una de las características de la filosofía de la intensidad es que el hombre exhiba sus emociones, que llore, que abra su corazón en un momento dado. Ragnar y Ecbert soportan estoicamente los embates de la soledad y de la incomprensión anejas al ansiado cargo regio.

Unas veces explícita y otras implícitamente los dos monarcas coinciden en casi todo, tanto desde el punto de vista teórico como práctico. Comparten el convencimiento de que la única realidad es el poder. Socialmente hablando no hay otra. Si tienes el poder, el resto viene por añadidura.

Saben también que la fea cara del ordeno y mando hay que maquillarla para que no asuste demasiado. Es decir, su ejercicio, salvo en el caso del despotismo absoluto, requiere coartadas. En este campo el rey Ecbert, más diplomático que su homólogo nórdico, sabe hilar más fino. Tiene claro que “potestas et imperium” hay que asociarlos a planteamientos filantrópicos.

El poder es un impulso primario. En la serie se traduce en continuos ajustes de cuentas que constituyen una de las líneas argumentales. Una máxima vikinga podría ser: “El que la hace la paga”, si es con creces mejor.

También la podría ser de los sajones, pero los hijos de Odín conjugan el verbo matar en todas sus variantes y con toda crueldad. La serie ejemplifica bien el adjetivo “bárbaro”. Dedicados en los meses veraniegos al exterminio y al pillaje, los vikingos se convirtieron en una plaga.

Verdad es que a la hora de clavar el puñal no distinguían entre propios y extraños. Igual caía el novio, el hermano, la princesa Aslaug o todos los habitantes de Algeciras. Lagherta, que no perdonaba una, aprovechaba las ocasiones estelares para dar más realce a sus venganzas.

La sangre derramada empapa los capítulos de esta serie. Ese fluido tan especial, como lo caracterizó Goethe, es el sello de la casa. Corre por los arroyos, salpica la cara de los guerreros, tiñe sus manos y su ropa. Las correrías marineras de los vikingos son una exaltación de ese atavismo que se complace en la muerte. Las escabechinas que organizan son un fin en sí mismas, una celebración orgiástica.

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269.-Un conocido murió de una enfermedad provocada, según él, por la mezcla de la depresión y los malos hábitos. Él hablaba de somatización. Llega un momento en que la vida mal gestionada nos pasa factura, siendo el cuerpo quien paga los platos rotos.

Era un hombre racional y crítico. En absoluto un sectario. Lógicamente se declaraba ateo, pero era una persona respetuosa que, cuando llegó la hora, supo distanciarse de los camorristas políticos e intelectuales. En este sentido hay que resaltar su honestidad.

Al final, cuando su confianza en la ciencia médica se debilitaba al mismo ritmo que su desgastado organismo, hizo una reflexión que, aunque no pueda decir que me sorprendiera, dado que nunca fue un extremista, me llamó la atención.

Su declaración, que marca uno de los límites a los que puede llegar el hombre actual, la comparto en gran medida.

No era creyente pero reconoció que por razones culturales pertenecía al ámbito católico. Había sido bautizado, confirmado, había hecho la primera comunión…Luego se distanció de ese mundo sin unirse a la horda de sus enfurecidos detractores y destructores. No iba con su carácter ese despliegue de inquina.

Nunca había repudiado su pasado. Ahora que se sabía en la última etapa de su aventura personal, sin alharacas ni penosos exhibicionismos, esperaba ser acogido en esa tradición que consideraba la suya.

Él no era un hombre de fe. Afirmaba que sólo creía en sus semejantes, a los que recurría para resolver sus problemas. No obstante, dijo que siempre había vivido teniendo presente la apuesta pascaliana. O sea, siempre había vivido como si Dios existiera.

Opino que esa apuesta es una triquiñuela filosófica. No niego la fuerza pragmática de ese argumento. Y desde luego esa actitud me parece preferible al nihilismo o al ateísmo.

Según Pascal, de la creencia en Dios sólo se derivan beneficios. ¿Qué se pierde, pues, con creer? Este compromiso implica, al menos así lo entiendo, ajustarse a ciertas pautas morales, atenerse a un determinado comportamiento. Si no es así, no tiene ningún sentido aceptar o no la existencia de Dios.

A asumir silenciosamente la apuesta pascaliana era a lo máximo que podía llegar este conocido, lo cual no es poco. Lo que nunca iba a hacer era dar el salto en el vacío que exige la pura y nuda fe. Creer a pesar del lamentable espectáculo que contemplan nuestros ojos, a pesar del sufrimiento, del absurdo…

Plantear la cuestión de la trascendencia, como hace el pensador francés, en términos de ganancias y pérdidas, o sea, de conveniencia, resulta chocante.

El horizonte de la muerte pone sobre el tapete la cuestión del más allá a la que está indisolublemente asociada la del más acá. ¿Lo que hacemos aquí sirve de algo? ¿Vale la pena alinearse con el bien?

Este conocido, como numerosos ciudadanos, no estaba dispuesto a que el clero hipotecase su vida, pero comprendía que la trascendencia no es sólo la raíz de las religiones monoteístas. Es también la base que todo lo sustenta.

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263.- Ante las desgracias hay dos actitudes o se producen dos reacciones básicas. Una es la del que sale pitando a divertirse, a estar fuera.

La otra actitud es la del que se para. La del que rehúye el aturdimiento y se plantea algunas cuestiones.

La primera reacción es la predominante en nuestra época, casi exclusivamente orientada hacia lo exterior. Sólo la materialidad es real. Sólo existen los goces corporales hacia los que se corre despavorido cuando la vida pone en un brete.

264.-En estos tiempos el mayor escándalo es apostar por el Absoluto. No hablamos de reconocer nuestra interinidad, de asumir que somos aves de paso, sino de aceptar que la vida no acaba con la muerte. Todavía más, que lo que en este tan cacareado aquí y ahora hagamos o dejemos de hacer tiene un valor positivo o negativo.

265.-Ateniéndose a la razón uno tiene que declararse forzosamente ateo (el agnóstico no es más que una variedad). El descubrimiento de Dios no es obra del intelecto sino de la fe.

La radical oposición, o la exclusión, entre fe y razón es más aparente que real, y desde luego interesada en determinados sectores.

Esa división es necesaria para impedir lamentables descarríos. Los filósofos griegos recurrieron metódicamente al bisturí racional. Antes que ellos un pueblo entero había reconocido y aceptado la existencia de Dios y, por tanto, de su condición de criaturas.

El ateísmo no se queda en una mera declaración doctrinaria. Se ha convertido en una contrarreligión que organiza procesiones y rituales paródicos, y que aspira a imponerse abierta o insidiosamente desde los medios de comunicación y las instituciones oficiales.

Ese empeño en negar la dimensión sobrenatural del hombre se manifiesta en actitudes blasfematorias que son un reconocimiento de la realidad escarnecida. La contrarreligión engendra contrafiguras grotescas de penosa contemplación.

El impulso ascensional conlleva el acatamiento de límites morales y, en mayor o menor grado, la necesidad de la ascesis.

Negar o rechazar esa direccionalidad significa revertirla. Lo material y lo fisiológico son entonces el destino del viaje.

266.-Frente a la rendición del yo, a la aceptación de la realidad, a la renuncia a la mundanalidad, a la búsqueda de sentido, a la convicción de que ningún acto humano es indiferente, que son valores a la baja, se alza el gran pseudovalor de la relativización.

267.-Hay muchas cosas que no comprendemos, atrocidades que cuestionan la fe. Hay debilidades que nos incapacitan para ir más allá de nuestras necesidades e intereses. ¿Cómo hablar de sentido?

Queremos soluciones y explicaciones. Queremos pedir cuentas, como si no fuésemos nosotros quienes tenemos que rendirlas.

El sentido es una vía que vamos abriendo en el marasmo existencial. El sentido nos interpela. Mediante las palabras o el silencio establecemos una relación con él. En cualquier caso se requiere disponibilidad que es una condición tenazmente saboteada en nuestra sociedad. Nuestro mundo obstaculiza la escucha, la apertura y las ganas de emprender esa exploración.

268.-Es el hombre quien labra su infortunio. El obcecamiento y la soberbia es el muro contra el que se estrella. La imposición de la voluntad (el poder) no deja resquicios por donde entre el aire fresco. Las puertas están cerradas. El diablo anda dentro fomentando las mezquindades y espoleando las apetencias.

 

 

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12 de abril de 2015 077Esta oración no es más que una estremecedora plegaria a Dios. La única diferencia, o la más notable, con la súplica de un creyente es que la aceptación brilla por su ausencia. Sólo se oye el grito de rebeldía. La argumentación esgrimida es asumible por cualquier persona razonable, pero al faltar la fe se queda en una lamentación sarcástica, en el murmullo de descontento de quien pide la realización de un milagro.

El ateo suele ser un ex creyente con una rabieta, un niño empeñado en que le den pruebas palpables, señales ciertas. Algo así como una zarza ardiendo sin consumirse o tal vez una voz tonante, la voz del Altísimo al modo en que la escuchó Moisés en el Sinaí proclamando: “Yo soy el que soy”.

Como tales acontecimientos son raros, y en última instancia rechazables, a nuestro ateo, que además está bien dotado para la lógica, no le cuesta trabajo exponer de forma meticulosa y persuasiva las razones, que más parecen las quejas de un cliente insatisfecho en el libro de reclamaciones de una tienda, de la inexistencia de Dios.

El problema planteado, al igual que el de la cuadratura del círculo, es insoluble. O, recurriendo a un retruécano, el problema de ese problema es que, expresado en esos términos, es imposible de resolver.

No se trata de aportar pruebas como en un juicio ni de comprender intelectualmente sino de aceptar, palabra maldita donde las haya, horrible palabra desterrada del vocabulario de la posmodernidad, la cual se caracteriza más bien por sus exigencias y su doctrinarismo.

Desconozco la lengua holandesa. Esta versión libre e incompleta del largo poema de Multatuli (seudónimo del escritor Eduard Douwes Dekker) está hecha a partir de la traducción francesa de Hermann Van Duyse. He aquí los fragmentos seleccionados:

Ignoro si mis pasos me llevan a algún sitio
o al azar se dirigen. Si las divinidades,
sentadas allá arriba, encima de las nubes,
con siniestro abucheo celebran mis dolores,
se burlan del afán de mi ser incompleto.

(…)

Dios sólo es un espectro, un fantasma imprudente
nacido de un cerebro enfermo o trapacero,
si no es bueno ni justo y si no me perdona
que yo lo haya ignorado. ¿Lo de manifestarse
no era asunto suyo? Sin embargo hasta hoy
no lo ha hecho jamás. Nadie hasta el día de hoy
contemplarlo ha podido, y si se dejase ver,
¿sólo se mostraría a los cuatro elegidos?

(…)

¡Oh Dios, no te conozco! Durante mucho tiempo
te busqué, supliqué. Me dejaste en las garras
del dolor, de la duda. Permaneciste mudo.

De buen grado a tu culto me habría sometido,
te habría obedecido, no al modo de un súbdito
respecto a su tirano, no por miedo o interés,
sino como hijo atento a la voz de su padre
soporta con amor la regla del deber.

(…)

Pero sordo tú estás a la voz que te llama,
no te es posible ver las miradas ansiosas
que lanzo sin cesar a la celeste bóveda.
Y me pierdo y te busco. Todo mi ser anhela
poderte comprender y tener la certeza
de que no eres mentira.

(…)

Escucha, Padre mío, que un rayo de tu llama
de mi oscuro destino aclare el horizonte.
¡Responde a mis sollozos! Mira, escudriña mi alma,
sumida en la tristeza. Es la voz de un proscrito,
la de un hijo que sufre una injusta condena.
¿Permanecerás sordo a su grito de angustia,
A su grito sangrante… Elí, lama sabactani?

 

 

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Mis tres compañeras de coche y trabajo están afectadas prácticamente por igual de los mismos tics progres, que conforman una larga lista. La morenita, a la que no le falta un perejil, ha hecho bandera de la causa del ateísmo y no desaprovecha la ocasión de dar un palo.
En uno de nuestros desplazamientos le pregunté por las razones de su arraigada increencia.
Descabalgó a Dios, convirtiéndose en una atea beligerante y proselitista, cuando era joven, en un viaje de estudio y placer que hizo a Madrid, con visitas a Ávila, Segovia, Toledo y otras ciudades castellanas.
Pues bien, en el trayecto en autobús de Madrid a El Escorial, le dieron unos retortijones de tripas que se tradujeron en unas ganas locas de evacuar. Como no estaban lejos de su destino, se encomendó a Dios y le rogó que le permitiera aguantar los pocos kilómetros que faltaban.
Rezó con devoción. No le cabía duda de que Dios podía hacerle ese pequeñísimo favor. Ella no quería pedirle al conductor que parara en medio de la carretera. Pensaba que con la discreta intervención de la omnipotencia divina podría llegar hasta los servicios del bar más cercano.
Pero Dios no le concedió ese anhelado margen de maniobra. De hecho, ni siquiera se dignó aliviar su dolor de vientre. Todavía más. Los acontecimientos se precipitaron y ni siquiera tuvo tiempo de solicitar la ayuda humana del chófer e implorarle que aparcase donde fuera, produciéndose el fatal desenlace fisiológico.
Desde ese penoso incidente, la morenita, que ya tenía dudas al respecto, concluyó que Dios no existía. La prueba palmaria era que no le había hecho el favor de refrenar el ímpetu de sus intestinos unos minutos más. Esa inhibición demostraba su inexistencia o, lo que para el caso es lo mismo, su suprema indiferencia.
“¿Y por cagarte encima perdiste la fe?” “Si tú supieras la vergüenza que pasé, te harías cargo” “Por supuesto. Contra esa experiencia se estrellan de plano las cinco vías tomistas y el argumento ontológico de san Anselmo de Canterbury”.

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“Cette joie étrange qui descend du ciel vers la mer”
Albert Camus

16.-Sabes que soy un hombre del sur. Cuando me hablas de Sartre, un escritor del norte, uno de los abanderados del ateísmo puro, del “todo está permitido”, experimento rechazo, pues ese autor me resulta extraño, lejano y frío. Automáticamente me pongo en guardia. Detecto un peligro.
No es un miedo injustificado. Él y otros se han encarnizado con el impulso ascendente que alberga el alma humana, negándolo, matándola. De esta forma, han contribuido al advenimiento y sostenimiento de los totalitarismos.
La aceptación de principios morales, que nadie puede saltarse a la torera, ni siquiera doña Revolución, implica también asumir la dimensión trascendente del ser humano, su inmortalidad. Sólo entonces nuestros actos tienen sentido, sólo entonces nuestros actos dejan de ser una serie de ridículos gestos intercambiables, sin valor en sí mismos, ni buenos ni malos hagan el bien o el mal, porque ni el bien ni el mal son nada en sí mismos. Son, como los propios actos, conceptos vacíos, rellenables “ad libitum” o según los cánones vigentes.
Esos intelectuales son los embajadores de Tánatos, los cómplices y encubridores de crímenes acogidos a coartadas ideológicas, los que desprecian y se burlan del mal al que tratan como un invento de viejos chochos, como una estupidez indigna de consideración.
O, en una deslumbrante pirueta, los que interpretan el mal como el motor de la historia y del progreso.
Pero, ya sabes, soy un hombre del sur. Me siento más identificado con escritores como Camus, que hablan de la verdad del sol, de la vida libre, de la felicidad de ser.
No conozco las ruinas de Tipasa, pero me he paseado por interminables playas de arena dorada, he aspirado el aroma de artemisas y lentiscos y he escuchado el pertinaz canto de las cigarras. Y todo eso forma ya parte de mí, me conforma.
Camus no era creyente, pero su visión de la existencia humana, generosa y abierta, que comparto, coincide con la de esa clase de personas.
Es la visión que impera en el sur, donde predomina el catolicismo, no sólo oficialmente sino en el fondo. Es la filosofía subyacente a nuestro estar en el mundo. Ya sé que estas consideraciones no son más que un cúmulo de memeces para esas privilegiadas cabezas del norte, a las que tanto admiras.
Y que conste que me abstengo de abordar los temas de los santos como intercesores y modelos, de la Jerusalén celeste, de la comunión de los bienaventurados, de la redención, la reconciliación o la salvación. Hablo solamente de una manera de vivir.
Hablo de lo que conozco, del aire que respiro, de esta tierra. Esto no sólo me constituye como persona. Aunque sea crítico en muchos aspectos, aunque mantenga cierta distancia, esto es también la visión del mundo y de la vida que me parece más humana, más respetuosa.

 

 

 

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“El mundo lo sostienen los que están abajo, los que permanecen en ese nivel, los que toman esa decisión. Los que, como el agua, se deslizan por lo más profundo, por esos parajes desdeñados por el común de los mortales. Ellos son los verdaderos constructores de la sociedad”.
En mala hora se me ocurrió soltar ese discursito en el despacho del mentecato, de ese amante de las consignas y la zafiedad ideológica. Sólo la parafernalia que lo rodeaba me tendría que haber disuadido de exponer ese punto de vista.
Me miró como si hubiese descubierto de pronto que yo era un extraterrestre. Me remiró con ojos ladinos.
Se apresuró a declarar: “Yo, gracias a mi conciencia, soy un hombre comprometido”.
Mis palabras le habían molestado y reivindicaba con escasa sutileza su activismo que consideraba más importante que la labor callada de esas personas émulas del agua.
No repliqué nada. No estaba en mi ánimo enzarzarme en una discusión.
Ya en otra ocasión reaccionó también dándose por aludido y picándose. Entonces se me ocurrió decir que ciertos religiosos realizaban una gran labor social porque estaban fuertemente motivados por su fe.
El mentecato, adoptando un supuesto tono festivo, apostilló: “Yo, gracias a Dios, soy ateo”.
Me acordé de lo que se decía en el Tao Te King y estuve tentado de recitárselo, pero me abstuve. No tenía ganas de cuchufletas. Que descubriera él mismo ese libro en uno de cuyos capítulos se afirma:

“La suprema bondad es como el agua.
El agua beneficia a todos los seres
sin reñir con ninguno.
Fluye en lugares que la muchedumbre desprecia.
Habita bondadosamente en el suelo.
Su corazón es bondadosamente profundo,
bondadosamente comprensivo”.

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