Marcelo se despertó. En su cabeza resonaban los frenéticos compases del canto goliardesco. Los Carmina Burana de Carl Orff eran una de sus obras musicales favoritas. Empezó a tararear el preludio de la cantata: “Oh Fortuna, velut Luna status variabilis…”.
Al cabo de poco tiempo, como una boya sumergida que sube rauda a la superficie cuando desaparece la presión ejercida sobre ella, afloraron los sueños.
Inmóvil en la cama, cerró los ojos y se proyectaron en su mente como si de una película se tratase. Los detalles se perfilaron con nitidez. Había vivido esas escenas con la misma intensidad que si fueran reales. Y ahora las revisaba liberadas de su carga emocional.
Marcelo se desperezó y se sentó en la cama. Tanteando con los pies buscó las zapatillas y se las puso. E hizo lo que hacía a diario: dirigirse a la ventana, apoyar las manos en el alféizar y contemplar el jardín y el cielo y la línea del horizonte formada por una larga cornisa natural a la que se asomaban dos pueblos.
Luego permanecía un rato observando a los hiperactivos gorriones persiguiéndose, saltando de rama en rama, dando cortos y rápidos vuelos, sin dejar de piar un momento. El limonero era una enloquecida pajarera.
Esta mañana, cuando llegó a la ventana y se asomó, el silencio era total. Las gorjeadoras avecillas habían desertado. Él no podía haberlas asustado. Nunca había tratado de impedir su algarabía. Estaban acostumbradas a su presencia. Seguramente ni siquiera reparaban en él.
El verde mate del frondoso y despoblado árbol contrastaba con el azul diáfano del cielo.
Los rayos de sol iluminaban la alfombra de bambú que había al lado de la cama. Reinaba una paz profunda.
Flotando en la lejanía apareció una esfera que lanzaba destellos dorados. Esa figura perfecta era un punto de fuga.
Alojada en el vacío, estática y plena, esa perla áurea contenía todas las posibilidades. Marcelo se restregó los ojos pero la bola resplandeciente no se borró.
Fue al cuarto de baño y se refrescó la cara y el cuello repetidas veces. Cuando regresó, la esfera permanecía engarzada en el azul, por encima de la copa verde del limonero, donde caería si se desprendiese.
Marcelo tuvo que rendirse a la evidencia de que esa epifanía no era otro sueño, como no lo eran las tierras de labor ni los dos pueblos cuyas siluetas se recortaban en la lejanía.
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