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Los olvidos

Mientras tomábamos una cerveza, mi amigo Pablo se desahogó. Mirándome a los ojos y en un tono apremiante, como si estuviera pidiéndome cuentas o echándome una bronca, me espetó: “¿Por qué en lugar de decir las cosas hay que atacar?”.
Aunque sabía que no se refería a mí, me sobresalté. Fui a replicar que no tenía ganas de participar en un psicodrama, pero él, que estaba serio, un pelín enervado, haciendo caso omiso de mi conato de expresión, prosiguió diciendo:
“Si he tenido un olvido o una distracción, basta con que me la señalen, basta con hablar claramente. Entiendo que ese olvido la haya molestado” “Por supuesto”.
“Ésa no es la mejor manera de corregir una falta” “De reeducar” “¿Se consigue algo dando aguijonazos?” Como advertí que se trataba de una pregunta retórica, callé y esperé.
“No” respondió él mismo, “el otro se pone en guardia y se siente confundido porque no tiene la menor conciencia de culpa. Y cuando reconozca que ha incurrido en un error, se rebelará porque considerará desproporcionada la relación entre la causa y el efecto”.
“¿Actuamos nosotros así?” Negué, naturalmente, y expuse doctoral: “Esas maneras de proceder obedecen a antiguas grabaciones. Son comportamientos aprendidos en la primera infancia que conforman los estratos más profundos de nuestra personalidad. Esquemas y expectativas procedentes de la filosofía familiar que son esgrimidos como un modelo social inapelable”.
“Como le gusta tanto porfiar, si entras en el juego, estás perdido. Será una discusión interminable. Pero yo me bajo pronto del burro. Si quiere la perra gorda, ahí la tiene, para ella” “Es lo mejor que se puede hacer: no echar leña al fuego” “Odio las peleas” “Yo también”.
“Puedes dar una respuesta o tener una salida humorística” le aconsejé. “¿Gastarle una broma? Eso sería peor porque la tomaría en serio, la interpretaría literalmente y la madeja se liaría mucho más. Es mejor dejar que pase ese nubarrón. Lo tengo comprobado: cualquier cosa que diga o haga es utilizada en mi contra”.
Reconocí que su actitud era la más sensata. “No vayas a pensar que aguantar un chaparrón es agradable” “No pienso tal cosa. Pero lo más prudente es lo que tú haces: callar” “¿Qué voy a hacer si no quiero volverme loco?”.
“Con las buenas cualidades que tú tienes” lo animo, “haces trabajos de fontanería, de electricidad, de albañilería. Haces una caldereta de cordero que está para chuparse los dedos. Eres un sol” “Fíjate si no lo fuera”.

 

 

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