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Posts Tagged ‘señales’

                                  I
Hay señales de un significado tan palmario que hasta un párvulo las interpretaría correctamente. Señales que acaparan tu atención obligándote a hacerte cargo de lo que con tanta vehemencia pregonan.
En Las Hilandarias menudean estos anuncios. Para mí tengo que son más frecuentes que en otros lugares. Tal vez forman parte del folclore local.
Un silencio plúmbeo, en paradójico contraste con el límpido azul del cielo, los precede. ¿Cómo pueden ocurrir hechos aciagos bajo un cielo tan espléndido?
No se escucha ni el ladrido de un perro, ni el improperio de una comadre deslenguada, ni el ruido de una persiana agitada por el viento.
Caminar por Las Hilandarias envuelto en este silencio sepulcral es una experiencia que pone los pelos de punta.
No se ve a nadie. No me cruzo con nadie. Las Hilandarias, por arte de birlibirloque, se ha convertido en un pueblo fantasma. Convencido de que sobre él planea una desgracia, sigo andando.
Al doblar la esquina de Teresita Matute, tirado en mitad de la calle, descubro el carro de la compra de mi madre. Regresaba a casa, pero, por alguna razón, lo abandonó en plena vía pública.
Ni siquiera se tomó la molestia de dejarlo pegado a la pared o en casa de una vecina (en Las Hilandarias nos conocemos todos).
El contenido del carro está desparramado en el suelo. Los tomates y las naranjas son los que han rodado más lejos. Las cebollas, que forman parte también de esta avanzadilla hortofrutícola, se han quedado rezagadas.
Atrás hay cabezas de ajo mezcladas con pimientos verdes. Un puñado de habichuelas rodea a un trozo de calabaza. Más allá una lechuga atada con un filamento de palmito y una coliflor están la una al lado de la otra.
En la misma boca del carro se encuentran los envoltorios entreabiertos con los avíos del cocido: la carne, la morcilla y el tocino. Dentro, pero visible desde el exterior, hay un pan dorado con acanaladuras.

II
Durante un rato, sin preguntarme nada, contemplo ese cuerno de la abundancia. Quizás debiera recogerlo todo y llevar el carro a casa. Puede venir un perro, pienso mientras miro los alimentos sin mover un dedo.
Un rumor, cada vez más intenso, me saca de mis cavilaciones. Me recuerda el lejano fragor de un trueno. Vuelvo la cabeza a un lado y a otro. Las calles siguen desiertas. El ruido, sin embargo, va en aumento. Ahora me recuerda el de una estampida de animales. Instintivamente me acerco a la pared. Luego subo al umbral de la casa de Teresita Matute.
La calle Tejano es ancha y no demasiado larga. Su tramo final se estrecha y desemboca en las afueras del pueblo, cerca de Los Albercones. Por ahí la veo venir.
Comprendo de inmediato lo que está pasando.
Mi abuela va la primera. Detrás de ella, los hilandarios forman un río tumultuoso, un monstruo de incontables cabezas y extremidades.
Mi abuela ha vuelto a liarla. Cada vez que esto ocurre, se organiza un guirigay espantoso. Unos quieren ayudar, otros divertirse. El caso es que en la persecución participan casi todos los habitantes del pueblo.
A pesar de sus años, mi abuela se conserva ágil y corre como un gamo. Cuando les saca ventaja, la mantiene durante mucho tiempo, de modo que numerosos vecinos, con la lengua fuera y fuertes dolores en el costado, se ven obligados a tirar la toalla.
Atrapar a mi abuela, ignoro por qué motivo, es un honor que todos ansían alcanzar.
A su paso, esa masa humana destrozó el carro de la compra y despachurró los alimentos. Mi abuela había esquivado esos obstáculos.
Su respiración era regular y su determinación inquebrantable. Me emocioné y me entraron ganas de mostrarle mi apoyo, pero soy un sosaina y me limité a mirar.

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