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Posts Tagged ‘Shariqa’

                                        III
Esdras hizo seis etapas con la caravana. La abandonó a la altura del macizo de Shariqa, desde donde prosiguió su camino hacia la península.
Durante el trecho en común se mantuvo serio y distante. Sus compañeros de viaje comprendieron que el viejo mercader judío no estaba interesado en relacionarse con nadie.
Lo observaban con curiosidad, a hurtadillas, intrigados por el destino de ese viajero solitario. A veces lo invitaban a compartir su comida. Esdras aceptaba con un leve asentimiento de cabeza, pero sus sobremesas eran cortas. En cuanto la cortesía lo autorizaba, se despedía de sus anfitriones.
Durante esa parte del trayecto estuvo luchando consigo mismo. ¿Por qué se cuestionaba su decisión? ¿Por qué se planteaba romper la palabra que se había dado a sí mismo?
En su interior ascendían globos de angustia que explotaban en su pecho, dificultándole la respiración, ya afanosa a causa del calor y del polvo.
Pero era verdad que, si no oponía resistencia, si dejaba que los acontecimientos siguieran su curso sin intervenir, esa marea de ansiedad subía y bajaba, regresando a la profundidad de donde había surgido.
A la vista del macizo de Shariqa, en una bifurcación del camino, Esdras tomó el ramal de la derecha y la caravana el de la izquierda. Ahora la soledad sería total.
Estaba a las puertas de la península. Aunque había visitado el yébel hacía años, no estaba seguro de su ubicación. Se hallaba al sur, pero en aquella inmensidad desértica el riesgo de extraviarse era alto.
Con el camello de reata, se puso a andar, que era lo que había hecho la mayor parte de su vida, andar sin descanso, consciente de que si se paraba, no alcanzaría su destino. El mero hecho de andar era una triaca contra el veneno de la angustia, un medicamento que diluía los malos humores, un medio de sosegar el ánimo.
Andar obstinadamente le impedía pensar demasiado. El esfuerzo físico de la marcha absorbía su atención que sólo podía concentrar en los accidentes del terreno.
Andaba como si llevara anteojeras, con los ojos fijos en el suelo para ver dónde ponía los pies, con la cabeza gacha, mirando a veces a su alrededor para comprobar innecesariamente que el paisaje se mantenía fiel a sí mismo.
Enormes rocas de color ocre. Vegetación escasa. Arriba el cielo de un azul apagado. Abajo la tierra parda como un sayal desteñido.
Pero tuvo que dejar de andar porque ni de noche, consultando las estrellas, ni de día, escrutando la órbita solar, conseguía despejar sus dudas acerca de la situación del yébel.

 

 

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