
En la casa materna había un limonero punteado de hermosos frutos amarillos, donde bullía una legión de gorriones en las largas tardes de verano.
El árbol ocupaba un puesto de honor en el primer patio, el de los fragantes arriates de hierbabuena, el de las macetas de colios y cintas pulcramente alineadas, el del jazmín y las arreboleras, el de la vinca de pétalos blancos o rosas, llamada por estos pagos la flor del príncipe.
Un día descubrí atónito que los gorriones habían anidado en el alcorque del limonero. Entre los largos y flexibles tallos del corre-que-te-pillo, había varios nidos con polluelos de picos amarillos, que tenían abiertos de par en par, como si estuviesen esperando el maná del cielo.
Sus desmedrados cuerpecillos, con la cabeza apuntando hacia arriba, estaban propulsados por un rítmico movimiento de sube y baja que recordaba la sístole y la diástole del corazón.
Me quedé clavado en el suelo, contemplando a esas criaturas cubiertas a medias por una pelusa grisácea.
Mostraban una actitud exigente que no era de mi agrado. ¿Cómo unos seres tan pequeños y torpes, que agitaban patéticamente los muñones de sus alas, incapaces de revolotear o desplazarse, se atrevían a reclamar nada?
Un impulso cobró forma dentro de mí. Sería tan fácil cerrarles el pico, me dije mirando la manguera.
Su proceder inadecuado merecía un escarmiento. La idea de aplicarles un correctivo se impuso por sí sola.
Mientras más miraba a esos gurriatos bajo cuya piel se señalaban los huesecillos, menos me gustaban. Quizá la sencilla solución sería dejar de mirarlos.
Pero no puedo. Me tienen fascinado.
Un pensamiento surge en mi cabeza como la explicación definitiva a tanta desfachatez: se creen con derecho a la vida.
Y yo sigo allí, convertido en estatua de sal, sintiendo cómo se intensifica el impulso.
¿Qué pasaría si enchufase la manguera? Nadie se enteraría.
Esa tentación me produce embriaguez. No obstante, algo me impide perpetrar la escabechina. Quizá la resistencia a tener que recoger los pequeños cadáveres y tirarlos en un rincón apartado.
¿Qué hacer entonces?
Ya lo tengo: meterlos en cajas de cartón con las tapaderas agujereadas para que puedan respirar.
Serán mis prisioneros. Por mucho que se desgañiten piando, les daré de comer y beber una vez al día. Eso es suficiente, según he oído decir a las personas mayores.
Y que se den por contentos porque les estoy perdonando la vida.

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Al principio me preguntaba si el título era una ironía o una de esas frases duras que te tiran a la cara sin pena ni gloria. Como siempre tus descripciones tan pulcras y precisas, incluso en el modo de retratar al protagonista en ese impulso de matar a los pajaritos.
Al final, me quedo pensando en que, si hoy encontramos crueldad a nuestro alrededor, es porque de alguna manera la hemos sembrado o permitido que surja.
Hay una frase de Edmund Burke que dice: «Lo único que se necesita para que el mal triunfe es que los hombres buenos no hagan nada». Leyendo tu comentario se me ha venido a la cabeza.
El título, creo que no es irónico. El niño experimenta un verdadero impulso de crueldad, de hacer daño. ¿El mal toma cuerpo? ¿El mal encarna? ¿Por qué? Tú das una respuesta.
Realmente cruel. Los niños son también crueles, porque ¿quién, de niño, no se ha sentido poderoso al lado de un hormiguero con el solo pensamiento de poder acabar en un pis-pas con la vida de esos de insectos que se afanan en transportar su mercancía?
El poder despierta, quizás, la crueldad del género humano. Por eso debemos recortar el poder de los poderosos, para no acabar como esos pajarillos, encerrados en una caja de cartón.
Yo quitaría el quizás. El poder conlleva la coaccción y la violencia, y ambas la crueldad. El puerto en el que desembarca es la corrupción.
No voy a decir que me sorprende tu perspicacia. Este comentario es una prueba más.
Es curioso, pero cuando otra persona desvela un aspecto importante o el trasfondo de un texto, éste se renueva a mis ojos. Y cuando vuelvo a leerlo es como si se hubiera enriquecido.
Guau Realmente real y, por ende cruel. Honor al título.
Sí, demasiado real. Tal vez en el fondo de todo ser humano hay esa pulsión de dominar y someter, que es el combustible del poder. Las consecuencias, no hace falta decirlo, son nefastas.
De niños pareciera que la crueldad es un acto instintivo, a algunos se les da con mayor ahínco, pero al menos es meramente experimental, la mayoría de las veces. De mayores creo que la cosa va con toda la alevosía y ventaja.
En todo caso me ha gustado la descripción del nefasto acto de crueldad-
Un cordial saludo.
La crueldad, la maldad están ahí. En la infancia y en la edad adulta. Sería prolijo entrar en este tema, que es uno de los que más me interesan, y que he tratado repetidas veces en mis escritos. En el caso de este cuento el mal se manifiesta como una expresión de poder. A menudo es así. El poder va unido a la fuerza y a la arbitrariedad. Quizá el niño del cuento lo ha sufrido también en sus propias carnes, y ahora lo devuelve, no al autor o autores de ese ejercicio despótico y degradante sino a alguien más débil que él. Un abrazo.