
Una vecina vino a avisar a mis padres. La tenía extrañada el silencio en que estaba sumida la casona. No oía el crujido de las tablas del sobrado, por donde el tío Pedro había adquirido la costumbre de pasear de noche.
Había advertido también que los gatos se colaban tranquilamente en la vivienda. Ella sabía que el tío Pedro detestaba a esos felinos, a los que echaba sin contemplaciones, arrojándoles lo primero que encontraba a mano. De hecho, había desgraciado a unos cuantos.
Antes de decidirse a informar a mis progenitores, había golpeado repetidas veces la puerta con el aldabón en forma de mano ensortijada que agarra una bola, sin obtener respuesta.
Mi padre tuvo que saltar la tapia que separaba el patio del tío Pedro del de la vecina.
Desde hacía mucho tiempo nadie de la familia había puesto los pies en esta casa antigua, en la que, persuadido por su hermano mayor, se quedó a vivir mi abuelo Vicente cuando se casó, y en la que nacieron mis dos tías y mi madre.
Además, el tío Pedro había enviudado por primera vez y estaba muy afectado por esta desgracia.
Su desconsuelo no impidió que la gente lo señalara como el causante de la enfermedad mortal de su joven esposa. Tal era su reputación de perdulario.
Hizo propósito de enmienda. A pesar de su poca chicha adelgazó y lo invadió la melancolía.
Esta imagen doliente fue combatida por los allegados de la difunta, para quienes no era más que una pose. Un intento de revestir su supuesta contrición de credibilidad. Ellos no podían olvidar, entre otras faenas, la última.
Dos días antes del fatal desenlace, se pasó toda la noche jugando a las cartas en un garito infame.
Cuando le reprocharon su conducta, respondió que se sentía tan impotente que o se distraía o se volvía loco. Esta explicación, habida cuenta de su debilidad por el julepe, fue considerada como una prueba más de su cinismo.
A quien se ganó con el cambio experimentado fue al abuelo Vicente, que había dejado de tenerlo endiosado pero que seguía profesándole un cariño y una admiración de hermano menor.
La prematura muerte de su mujer fue un duro golpe para él. Sus expresiones de dolor eran sinceras.
Este revés cambió su carácter, volviéndolo menos comunicativo y más responsable. No se trataba de un paripé. Él vivía todos los momentos, incluidos los aciagos, con intensidad.
In illo tempore (LX)
mayo 11, 2012 por Antonio Pavón Leal
Gran aporte.