Los últimos años del tío Pedro nos eran más desconocidos que los correspondientes a su juventud y madurez.
Al decir de la abuela Julia, que desde la partición de bienes acumuló contra él un rencor inagotable, su cuñado había sido un centón de vicios.
Ella no acostumbraba a extenderse sobre este particular. Temerosa de sofocarse, prefería eludir el tema. Un individuo de su calaña no merecía que se perdiese el tiempo hablando de él. Un gesto de desprecio era su reacción si en su presencia alguien, por imprudencia o malicia, mencionaba un desatino del tío Pedro.
Con su hosquedad no pretendía desinteresar a los miembros más jóvenes de la familia. Pero una actitud tan visceral había creado en mí una expectativa apenas recompensada con sus frases lapidarias y sus fruncimientos de cejas.
La figura del tío Pedro fluctuaba entre dos extremos. Para unos había sido un gozador de la vida, que no había tolerado el mangoneo, haciendo siempre lo que le pedía el cuerpo.
Para otros, entre los que se contaban casi todos sus parientes cercanos, no había sido más que un tarambana. Un egoísta incapaz de asumir responsabilidades. Un derrochador.
Con el paso del tiempo ambas imágenes se convirtieron en estereotipos. De fervientes partidarios o detractores, el tío Pedro pasó a tener sosegados contertulios.
A esta transformación contribuyó sobre todo el paulatino fallecimiento de sus coetáneos, a los que sucedió una generación que sólo lo conocía de oídas.
La abuela Julia murió antes que su cuñado. Fue entonces cuando éste reanudó las relaciones con sus sobrinas.
A esa muerte se sumó también la de su tercera mujer. En estas circunstancias intentó un acercamiento sin recurrir a sus dotes persuasorias de probada eficacia ni a ninguna treta.
Sus amoríos, sus francachelas y sus partidas de cartas hasta el amanecer pertenecían al pasado. A nadie iba a seducir con su sonrisa. A nadie iba a castigar con la mirada. Su presencia inspiraba otros sentimientos.
Mi madre no le tenía simpatía. Cuando su tío hizo los primeros tanteos, ella fue de la opinión de que no había que dejarse engañar por sus tardías muestras de afecto. Un solo motivo lo impulsaba a actuar así: su penuria económica.
La imagen que tengo grabada del tío Pedro no concuerda con las anteriores.
Era un anciano que pasaba el rato contando historias y haciendo promesas. En cuanto aparecía mi padre, se ponía de pie y lo acompañaba al despacho, de donde salía guardándose la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta.
In illo tempore (LXII)
mayo 17, 2012 por Antonio Pavón Leal
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