Tras una noche de sueño ligero, entreverado de pesadillas de amargo regusto, emergía a la conciencia como un minero atrapado en un derrumbe es izado a la boca del pozo.
Me resistía a abrir los ojos. A lo mejor no había amanecido todavía.
Con el embozo hasta la barbilla, procedía a desarrugar los párpados apretados y crear una mínima hendidura.
Si, por tenue que fuese, mi retina percibía la claridad matinal, cerraba los ojos y me daba media vuelta en la cama.
Por rápida que fuese esa operación, tenía tiempo suficiente de comprobar la llegada de un nuevo día con su séquito de sombras proyectadas por los muebles.
En mi mente, esas figuras alargadas o rechonchas se multiplicaban y entremezclaban, inmovilizándome entre las sábanas
Daba igual que surgiesen de las rendijas del balcón o de las circunvalaciones de mi cerebro. Estaban allí, invitándome a formar parte de esa fantasmagoría.
En la pared de enfrente había un recuadro iluminado, de forma romboidal, muy picudo por su ángulo inferior derecho, que imantaba la mirada y que, dada la orientación de la cama, estaba abocado a contemplar.
En el centro de ese rombo se dibujaba la silueta de un ahorcado que se balanceaba.
De todos las imágenes que surcaban mis duermevelas, ninguna más pavorosa que esta tarjeta en la que habían estampado su firma esos seres planos y sin rostro.
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In illo tempore (LXXVII)
octubre 8, 2012 por Antonio Pavón Leal
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