Desde que me levantaba de la cama hasta que me volvía a meter en ella, estaba expuesto a darme de bruces con un ademán, con una circunstancia e incluso con una inflexión de voz que me tiranizaban.
Tan desestabilizadores eran los descensos en picado como las ascensiones al séptimo cielo que un acto anodino podía desencadenar. Subir o bajar dependía, por cierto, de sutiles matices.
Un mohín de disgusto o un parpadeo de asombro bastaba para poner en marcha el mecanismo. El desastre, de uno u otro signo, sobrevenía indefectiblemente.
Este desarreglo era una fuente inagotable de problemas. Si alguien de modales desenvueltos captaba mi atención, mi actitud daba lugar a malentendidos. Lo que no era más que un involuntario ejercicio de observación pasaba por desmedida curiosidad o por descortesía.
Me dije que tenía que disimular, que corregir mi comportamiento y ajustarlo al de la mayoría.
Aprendí a mirar por el rabillo del ojo al borracho acodado en el mostrador del bar mientras yo mantenía una conversación. A manifestar interés mientras tomaba nota mental de los tics y de las muletillas de mi interlocutor. A hablar mientras asistía al espectáculo de unos dedos que se cruzaban y descruzaban como si tuvieran vida propia. A reír mientras contemplaba a una mujer de negro regando una maceta de claveles reventones.
Mis propósitos de enmienda fallaban y me quedaba como un pasmarote al paso de un retaco con ínfulas de gran señor.
En cuanto al impacto de una mueca de hastío o de una palabra hiriente, seguía siendo el mismo.
No tenía control sobre esos gestos que condensaban el desprecio, la mezquindad, el cansancio, la deferencia, la bondad, la estulticia, la timidez, el engreimiento…
Su exigüidad no afectaba a su eficacia. Un discreto remilgo era el último eslabón de una cadena. Una tosecita forzada abría las puertas de un calabozo. Un juramento entre dientes era el golpe de gracia.
Para liberarme de esa servidumbre me puse a etiquetar ademanes, a rotular situaciones, a registrar escuetamente en mi memoria una reacción, a buscar el título adecuado.
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