Llevo esperando una hora o más. Mi paciencia está al límite. Desde su punto de vista caciquil, esta desconsideración está justificada. Ese mastuerzo ilustrado se cree alguien importante y, por tanto, estima natural que los demás dilapiden su tiempo si desean hablar con él. Si la espera, además, es en la puerta de la calle, su valía queda realzada.
En lo que a mí respecta hay que añadir otro detalle, un matiz que hace más compleja la significación de la espera. Manolo Rubio y un servidor somos parientes. Nuestros abuelos maternos eran primos hermanos. Siempre es él quien saca a colación esta historia.
Mi madre ha insistido en que vaya a hablar con él porque, si le da la gana, puede ayudarme. Me he hecho el remolón mucho tiempo. Incluso me he negado lisa y llanamente. Al final, ante la machaconería materna, he acabado cediendo.
Estaba cansado de oírla repetir que no perdía nada con exponerle mi caso. Concluía su argumentación señalando que no me estaba pidiendo nada vergonzoso sino tan sólo un pequeño esfuerzo por mi parte.
Por supuesto, no se trata de un pequeño esfuerzo. En cuanto a lo de avergonzarme, no estoy tampoco seguro.
La fachada de la casa es apabullante. Tanto las ventanas de la planta baja como los balcones de la planta alta están coronados de frontones triangulares y curvos en alternancia. Estos elementos arquitectónicos y el almohadillado de las esquinas están pintados de color albero. Las barandillas de los balcones lucen perinolas doradas. Las rejas de las ventanas son un impresionante trabajo de filigrana. La maciza puerta está provista de dos aldabones con forma de mano que agarra una bola. El umbral es de mármol níveo de Macael.
No soy, por cierto, el único que está esperando. Hay dos chicas con las que mantengo una conversación forzada e intermitente. Las conozco de vista. Nunca había cruzado una palabra con ellas. No sabemos de qué hablar. Ellas se miran entre sí y ríen.
La situación se me hace cada vez más incómoda. Me siento atrapado. Le he prometido a mi madre que no regresaría a casa sin haberme entrevistado con el primo Manolo, pero mi paciencia se está agotando. Estoy a punto de soltar por la boca sapos y culebras.
Las muchachas parecen sobrellevar mejor este plantón. Y eso que ya estaban aquí cuando yo llegué.
Finalmente nos callamos. Se acabaron las observaciones meteorológicas, se acabaron los intentos de mostrarse amable, se acabaron también las risitas tontas.
Ya he transigido bastante. Nadie podrá acusarme de apresuramiento ni descortesía.
Me doy media vuelta y ahueco el ala. A medida que me distancio, voy ganando altura. Las muchachas me miran con ojos atónitos. Mientras más me elevo, más se empequeñece el pueblo. Desde el aire lo abarco en su totalidad, rodeado de tierras de labor y de dehesas. Por una parte, las primeras estribaciones de la sierra. Por la otra, la campiña. A lo lejos aparecen dos blancas aglomeraciones de casas que corresponden a las localidades vecinas.
Conforme asciendo, la tensión y el malestar acumulados se disuelven. Una reconfortante quietud ocupa su lugar.
Aunque no tengo mucha pericia, consigo controlar mi vuelo y dirigirlo según mis deseos. Me desplazo de un lado a otro, hendiendo el vacío, contemplando a mis pies el mundo sublunar.

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Bella forma de contar el caciquismo enquistado de nuestra sociedad. Felicidades, conseguiste alzar el vuelo.
El protagonista del cuento se cansó no sólo de esperar físicamente ante la puerta de ese capitoste, sino también de una visión o filosofía de la vida bastante extendida: la de los que creen que son los otros quienes nos van a solucionar nuestros problemas. Todo tiene un límite, por supuesto. Nuestras fuerzas también, pero debemos confiar en ellas más que en las de los demás.
En el relato se da una rebelión y una escapada. Pero ese joven, si no quiere perderse en las alturas, tendrá que acabar poniendo los pies en el suelo.
Si, y concentrar sus fuerzas en encontrar la dirección adecuada.
Excelente Antonio.
‘Relaciones de poder’, unas más sutiles que otras (porque, cuidado, la del hijo con su madre es otra 😉 jajaja).
La tortura de la sociedad de ‘favores’ -contraproducentes-, y el afortunado refugio en el paisaje, que, si le prestamos atención, nos brinda una perspectiva más amplia de la vida.
Además, creo que ayudar a una persona, precisamente no significa hacerla sentir que la estás haciendo un favor (o aún peor humillarla explícitamente). Simplemente tuviste la suerte de estar, en ese momento de tu vida, en una posición de poder dar una mano a alguien (y, of course, preferiblemente realzando sus cualidades, por ejemplo las profesionales). En cualquier momento, la vida – tan frágil en esencia, aunque ciertos personajes lo quieren negar estructuralmente- da una vuelta…enorme.
No sé si me explico bien. Un abrazo y buen finde. Poco a poco me estoy poniendo al día con tu blog. 😉 Vino mi madre a visitarme, y ya sabes, a las madres hay que consentirlas. 🙂
Las madres son lo primero, aunque suelen ser, como la de este relato, insistentes, de forma qua al final acaban consiguiendo lo que se proponen. Goethe afirmaba su inmenso poder, que es el tema de fondo del cuento, como has captado bien. Me ha gustado mucho tu reflexión (y tener noticias tuyas). Las relaciones de poder, teóricamente, no tienen por qué ser humillantes pero con frecuencia lo son o, cuando menos, malsanas. Tengo un proyecto a medio acabar (otro) sobre el poder que, para mí, es la madre de todos los males. ¿Existen poderes blancos? Normalmente su color es el negro. Quien lo detenta o desempeña, lo mismo da, se aferra a él y no permite que nadie le indique cómo debe ejercerlo. Es suyo y sólo suyo. Recuerda El Señor de los Anillos. Buen fin de semana y un abrazo.