Estuve sopesando los pros y los contras de alcanzar un cierto grado de euforia que me hiciese más llevadera la velada. Opté por el tinto. Agua, con la que estaba cayendo, teníamos bastante. Los nubarrones empezaron a descargar con fuerza cuando llegamos a la casa.
Sobre la mesa de nogal cubierta por un mantel bordado había copas de cristal tallado. Cuando se pasaban los dedos por ellas, se tenía la impresión de estar acariciando un diamante. Las copas tuvieron su parte de responsabilidad en mi decisión de entonarme. Incitaban a que las cogiesen, a que las sostuviesen en la mano, a que jugueteasen con ellas.
Hubo otros dos factores que me dieron el empujoncito final. El vino se merecía todos los honores que le rindieran. Era un tinto del Alto Duero sin mucho cuerpo. Un invitado que se las daba de conocedor, hizo un discreto gesto de desaprobación.
Se colaba sin sentir, suavemente. Nuestro entendido de pacotilla confundió esta facilidad con la de un aguapié. Lo mejor de este rubí líquido era su matizado regusto.
Su sabor y su aroma a manzanas y membrillos madurados al calor del tibio sol otoñal te conquistaban.
El otro factor fue Elena y sus impertinencias. La charla era distendida. El ambiente agradable. Había una buena predisposición general, como suele ocurrir en estos casos.
Fue ése el momento que ella escogió para introducir una piedrecita en el delicado engranaje social.
Contó la historia del filete de hígado de la que fue protagonista Olaya, uno de los presentes. Estaban en un restaurante y, cuando el camarero puso el plato en la mesa, ella no pudo evitar hacer un gesto de asco y murmurar: “¡Se va a comer eso!”. El aludido reconoció que el filete no estaba hecho, por lo que lo devolvió a la cocina para que lo pasasen por la plancha otra vez. Esbozando un nuevo visaje, Elena añadió: “A mí me dieron bascas”.
Un gesto descalificatorio, una observación aparentemente festiva, una actitud desganada. La gama de recursos escénicos de Elena es amplia y eficaz. Olaya se sintió incómodo. Incluso dio explicaciones innecesarias. Había sido objeto de una sutil ridiculización. Y no le gustó aunque lo disimuló. Pero así es Elena. Sus intervenciones marcan un antes y un después. Este resultado lo consigue sin descomponerse. Cuando se alude a su dulzura, por prudencia me callo.
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¡Tantas Elena! Inmunes a la cortesía,olvidan que decir todo lo que se piensa es un signo de inmadurez, no de sinceridad.
Buen diagnóstico. Es un signo de inmadurez y una descortesía. En el caso de este personaje hay también un toque de soberbia. Se escuda en que dice verdades para imponer su criterio o para fastidiar. Un saludo cordial.
¡Vaya con Elenita, una santita!, Usted es muy generoso con ella D. Antonio » Cuando se alude a su dulzura, por prudencia me callo».
En cuanto a las explicaciones del vino, uno/a se pregunta si no hay demasiadas tonterías en ello.
Bonito y simpático: » Cuando se pasaban los dedos por ellas, se tenía la impresión de estar acariciando un diamante. Las copas tuvieron su parte de responsabilidad en mi decisión de entonarme».
Pondré música para la velada, si no dejo música no soy Yo…
La ironía está justificada. Elenita tiene poco de santa, si para serlo una condición indispensable es la caridad, de la que no está sobrada.
El vino es uno de los motores de la civilización, o su carburante si así lo prefieres. Sus connotaciones simbólicas son innumerables. No hace falta recordar que, junto con el pan, es una de las especies de la Eucaristía. Y si añadimos el queso nos queda este refrán: «Con queso, pan y vino se hace el camino».
Servido en una copa de cristal tallado, es una cálida invitación a reconciliarse con el mundo.
Se agradece la música porque el protagonista no está en su mejor momento.
Me pregunto si a Elena le pegaría esta canción, jejeje.
Más adelante, ya pronto, te enterarás de que Elena ha roto su noviazgo en vísperas de la boda, ésa es la razón de su murria. No sé si esta canción la va a consolar o a irritar. A mí me ha encantado.
El problema de siempre tan común, y más en nuestros tiempos: que cada uno se desmelena por imponer su criterio como el absoluto por encima de los demás, acentuando este diálogo de sordos en que vivimos, disfrazándolo de «la verdad», cuando apenas es una opinión muchas veces sesgada.
La exquisiteza de tu prosa, embellecida por esas imágenes tan sensoriales con que rodeas tu relato, maestro querido, es para ponerse de pie y ofrecerte un largo aplauso.
Te abrazobeso con admiración y gran afecto, frater et amicus.
Los diálogos de sordos son frecuentes y la imposición del propio criterio es un deporte muy cultivado. Todo eso me cansa grandemente. Hay además una cuestión, que es uno de los temas de fondo de este relato, la de los convencionalismos sociales, tan pesada como una losa, que supone un absurdo despilfarro de energía y de tiempo.
Hay quien sobrelleva bien este tipo de vida, quien se adapta bien a este mundo e incluso disfruta.Para otras personas constituye un martirio chino, uno de los mayores sinsentidos a los que debe hacer frente. Un abrazo.
Asíu es, Antonio. Y por todo ello, muchas veces la época presente se torna tan aburrida. En el fondo, no pasa nada que valga la pena. Qué diferencia con la Viena del 1900, el París finisecular del XIX… y sólo por nombrar breves ejemplos.
En estos tiempos, vivir bajo los convencionalismos sociales es una de las más absurdas aberraciones.