Era mi primera salida tras el hundimiento. Íbamos a ver una representación. Eso creía. Hacía tiempo que no asistía a una. Me dejé convencer por mi amigo Quique. Formábamos un grupo variopinto constituido por nosotros dos, un cura, un ufólogo y una quinta persona que, por más que me esfuerzo en ponerle cara, no recuerdo quién es.
Me resultó raro que el promotor de esta actividad fuera el aficionado a los platillos volantes e historias afines. Ignoraba que también lo fuera al teatro.
Quizá la culpa de la confusión la tenga mi amigo Quique, que suele embarullar las cosas por conveniencia o por verbosidad. De todas formas debo declarar que estoy en deuda con él. Gracias a su insistencia, a su entusiasmo, a sus exageraciones, me animé a hacer mi primera incursión en el exterior.
Me tendría que haber escamado que no supiera el título de la obra o al menos el nombre del autor. Aunque es verdad que él tenía por costumbre inventarse lo que no sabía sin reparos ni remordimientos, en este caso reconoció que no se los había preguntado al cura, que era quien le había propuesto ir al teatro con él y el ufólogo. Quique, por su parte, se tomó la libertad de invitarme a mí, a lo que, cuando se enteraron, no se opusieron los demás, pues en el coche había sitio.
Era a finales de noviembre. Durante el viaje a Sevilla, ya de noche, el ufólogo, que hablaba a increíble velocidad, en un estilo farragoso, hizo un recuento de las últimas apariciones de platillos volantes. Alguien dijo que éramos objeto de curiosidad para los extraterrestres y quién sabe si no nos encontrábamos en los prolegómenos de una invasión.
El ufólogo, que iba en el asiento del copiloto, se volvió y negó rotundamente tal posibilidad. Si, con su avanzadísima tecnología, quisieran apoderarse de nuestro planeta, ya lo habrían hecho. Sólo éramos, cosa un tanto humillante, objeto de curiosidad. Bichos raros dignos de estudio. Y la Tierra un zoológico tan divertido como didáctico.
Las luces de la carretera, de los pueblos, de los cortijos se transformaron en ovnis camuflados que orientaban sus antenas en seguimiento nuestro. La conversación que manteníamos en el coche, era harto ilustrativa de la psicología humana.
Tanto mi amigo Quique como el cura se habían involucrado en esa pintoresca charla. En cuanto al conductor, de vez en cuando echaba su cuarto a espadas. La ufología era un tema que daba mucho de sí, un tema que tenía ramificaciones arqueológicas, veterotestamentarias, mitológicas. Y relaciones directas con la NASA y los servicios de espionaje y contraespionaje de las principales potencias. Todo esto constituía un guirigay que estaba afectando a mi precaria estabilidad psíquica y física. Es decir, faltaba poco para que me marease.
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